El síndrome Torres Quevedo
Oportunidades para mejorar la transferencia de conocimiento en la reforma de la Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación
La Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid esconde un tesoro poco conocido: la colección de máquinas diseñadas a principios del siglo XX por Leonardo Torres Quevedo, uno de nuestros mayores tecnólogos de todos los tiempos. Los prototipos, que incluyen autómatas, máquinas de cálculo y un precursor del control remoto, son un reflejo de la intensa actividad inventora y de la proyección internacional del ingeniero cántabro. Pero nos recuerdan también que, en los años en que IBM o Philips eran startups, nadie intentó fundar en España un gigante empresarial semejante que explotara su potencial económico.
La figura de Torres Quevedo invita a pensar sobre las propuestas que, en materia de transferencia de conocimiento, contempla la reforma de la Ley de la Ciencia del Gobierno, que aprueba esta semana el Consejo de Ministros. Hablamos de un terreno plagado de tópicos y mitos en el que la misma palabra transferencia, que sugiere una falsa unidireccionalidad ciencia-empresa, parece atraparnos en un debate sin fin en el que llevamos décadas estancados. Pero nada más lejos de la realidad: la creciente actividad emprendedora de nuestros académicos y la dinámica de inversión privada en startups —tanto en el sector TIC como en biotecnología — dibujan un panorama muy diferente al de hace unos años.
El reto de España en materia de transferencia siempre ha sido triple: cultural, de profesionalización y de incentivos. El terreno cultural es quizás en el que más hemos avanzado. Las nuevas generaciones de científicos asumen la colaboración con empresas y la vocación emprendedora con naturalidad, como otra forma de generar un retorno positivo a la sociedad. Hemos normalizado lo que hace dos décadas era excepcional, aunque a veces nos enzarcemos en una falsa polémica que opone la transferencia a la excelencia. Todo un logro colectivo al que ha contribuido, de forma importante, la Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación del año 2011.
El terreno de la profesionalización es más complejo. Se han generalizado las oficinas de transferencia y las unidades de apoyo al emprendimiento, pero su capacidad para funcionar con los mejores estándares internacionales es limitada. Lo es en términos organizativos, donde lo deseable es operar en derecho privado, orientarse a negocio y contar con fondos propios de prueba de concepto para valorizar resultados. Y lo es en dotación de profesionales con experiencia empresarial en gestión de la propiedad intelectual y fondos de capital especializados. Las dificultades en términos de carrera investigadora, que merecidamente centran el debate de esta reforma, tienen su correlato en los técnicos de transferencia, donde la capacidad de atraer y retener a los mejores es escasa en nuestras universidades y centros de investigación.
La ley aporta algunas medidas en este sentido. En términos de personal, se permite que los técnicos se acojan al nuevo contrato indefinido y se activa la carrera para el personal técnico de los OPI estatales. Pero cabe preguntarse si con dichos contratos podremos incorporar a profesionales cualificados, cuyo salario de mercado es alto, y cómo avanzar con el resto de agentes del sistema.
El anteproyecto es también rico en propuestas para la gestión de activos, procesos de co-inversión y reparto de los beneficios de explotación de resultados de investigación, construyendo sobre la senda abierta en la Ley del 2011. Especialmente relevante es la posibilidad de constituir entidades dependientes, incluidas sociedades mercantiles, para gestionar los procesos de transferencia. La reforma abre aquí un camino, muy complejo hasta ahora en España, para que nuestros organismos de investigación creen entidades comercializadoras privadas como sus pares de Alemania, Reino Unido o los países nórdicos. Es un gran avance que merece ser destacado y que podría ofrecer también soluciones al fichaje de profesionales. Pero se podría ir más allá, permitiendo que estas sociedades mutualicen servicios para varias entidades o habilitando la creación de sociedades mercantiles de propósito específico, con capital público-privado, para la explotación de resultados especialmente prometedores, de largo recorrido y alto interés público.
Por último, tenemos los incentivos. No basta contar con buena predisposición ni con organizaciones eficientes: es preciso incentivar los procesos de valorización y transferencia. Un buen ejemplo es el programa de pruebas de concepto lanzado en 2021, que podría tener eco en otras administraciones. Pero el verdadero incentivo, que corresponde al desarrollo reglamentario de la Ley, es también de carrera profesional. Consolidar la transferencia exige incorporarla de una vez, y a efectos prácticos, como mérito en la carrera académica. Y por ello es crítico acertar con los mecanismos de valoración de estas actividades en el acceso a las posiciones estables en el sistema, como lo es en la consolidación del sexenio de transferencia.
Torres Quevedo da nombre al premio nacional de investigación en el área de Ingenierías y a un oportuno programa de apoyo a la incorporación de doctores en empresas. Pero su legado es también una invitación a superar un síndrome que aqueja a nuestro sistema de I+D: la incapacidad de convertir en riqueza todo nuestro potencial investigador. Que la reforma de la Ley abra nuevos caminos para ello sería, un siglo después, el mejor homenaje a este ilustre inventor.
Diego Moñux Chércoles es socio director y fundador de Science & Innovation Link Office
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