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Tribuna
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El anfitrión del paraíso

José María Pérez de Ayala, fotógrafo y guía en Doñana, fallece sin haber dejado de pisar la reserva un solo día desde que se incorporó al parque nacional

José María López de Ayala, a la derecha, durante la presentación de un libro con sus fotografías en el Parlamento andaluz.
José María López de Ayala, a la derecha, durante la presentación de un libro con sus fotografías en el Parlamento andaluz.Parlamento de Andalucía

José María Pérez de Ayala se ha ido y deja en Doñana, y en sus numerosísimos amigos, un vacío imposible de llenar. Por tópico que resulte, cuando he recibido la noticia de su fallecimiento no lo podía creer. Quizás había hablado más con él, en los últimos meses, que con cualquier otra persona del Parque. En pleno confinamiento, un día me contó por teléfono, medio en broma medio en serio, que por fortuna su trabajo se catalogaba “esencial” y no podía abandonarlo, de manera que en distintas ocasiones durante el estado de alarma había tenido que acompañar en el espacio protegido a visitas relevantes y altos funcionarios. “Ni un solo día he dejado de pisar Doñana”, precisó. Lo envidié, claro está, y él lo supo. Pero es que Pepe, que así lo llamamos hasta devenir José María con los años, apenas se ha aventurado fuera de Doñana unas pocas jornadas en los últimos cuarenta y tantos años. Solo la muerte ha sido capaz de expulsarlo de allí, y seguramente no del todo.

Era un extraordinario tirador, requerido por investigadores y gestores de naturaleza para insólitas tareas imposibles. Debió ocurrir a finales de los setenta del siglo pasado, pues yo tenía fresco en la memoria el terrible crimen de los Galindos, que había acabado con la vida de varias personas en un solitario cortijo de la provincia de Sevilla. Andaba ese día buscando muestras de linces, a pie, en la zona de Martinazo, cuando empecé a oír lo que parecían disparos de rifle, uno a uno, espaciados por segundos o minutos. Procedían del entorno del Palacio de Doñana, distante unos kilómetros, donde vivíamos caseros, guardas y becarios con nuestras familias. El primer tiro me sobresaltó, pero cuando iban media docena de ellos en un breve lapso de tiempo, me asusté de veras. Como en los Galindos, temía, un loco se ha dedicado a recorrer el solitario asentamiento disparando a cuantos se ha encontrado a su paso. Corrí de vuelta con el corazón desbocado, y desde lejos pude apreciar movimiento de personas cerca de la torre de vigilancia de incendios. No sé si entonces mi inquietud menguó (“hay gente viva”) o creció (“algo ha pasado”). Cuando llegué, un pequeño corro de entusiastas felicitaba a un jovencísimo Pepe Pérez de Ayala porque había conseguido podar ¡a tiros! las ramas más altas de un eucalipto que impedían la visión, y a las que ni hombres ni máquinas eran capaces de acceder.

Tal vez nadie haya hecho más fotos en Doñana que él, porque no visitaba el lugar en calidad de fotógrafo, sino que vivía en él y tomaba fotos

Su buena vista con el rifle se acompañaba de un magnífico ojo para la fotografía. Tal vez nadie haya hecho más fotos en Doñana que él, porque no visitaba el lugar en calidad de fotógrafo, sino que vivía en él y tomaba fotos. La mayoría magníficas, por cierto, desde retratos minuciosos de insectos y flores a imágenes de paisajes tomadas desde el aire. Siendo más bien introvertido en los asuntos personales, aunque irónico y gran conversador, le costaba dejar caer la más mínima confidencia. Pero cuando en alguna charla pública uno afirmaba que, pese a todos sus problemas, Doñana seguía siendo una joya de la que debíamos enorgullecernos, a la salida me abordaba circunspecto para confesarme que su obsesión era precisamente ésa, demostrar con sus imágenes cuanto yo había dicho. Quería hacer ver al mundo que no era necesario recurrir a los fotógrafos clásicos para evidenciar belleza en el Parque, pues la belleza seguía estando ahí, a disposición de quien quisiera dedicar un pequeño esfuerzo a conquistarla. Lo cierto es que su objetivo la encontraba siempre. Como se trataba además de un hombre muy generoso, sus fotografías han ilustrado multitud de obras sobre Doñana y también varios de nuestros artículos científicos.

Pero el trabajo de José María en los últimos lustros ha sido, principalmente, de guía para las visitas importantes que accedían al espacio protegido. Ello le ha permitido tratar con proximidad a Jefes de Estado, Presidentes de Gobierno, ministros, diplomáticos, grandes empresarios, etc. Su proverbial discreción ha hecho que sepamos poco de sus conversaciones, y también que apenas presumiera de sus numerosas e influyentes amistades. Como en ocasiones me ha correspondido también a mí recibir a personalidades, coincidimos en no pocos casos. Una tarde, aproximadamente en el cabo del siglo, salimos desde el Palacio a dar una pequeña vuelta en un todoterreno D. Felipe de Borbón, entonces Príncipe de España, Pepe Pérez de Ayala al volante, y yo de paquete. Pocas horas antes, el personal de la Casa Real nos había hecho ver que no debíamos invocar ante el Príncipe a sus padres o sus hermanas, pues lo correcto era referirnos a los Reyes y las Infantas. Pero, más inquietos por agradar que por el protocolo, como siempre ha ocurrido en Doñana, apenas habíamos recorrido 500 m cuando Pepe se dirigió a D. Felipe diciéndole: “un día, con su padre…”. Advirtió de inmediato el error, como yo mismo, y nos atropellamos confusos, tratando de corregirlo: “el Rey, quiero decir… pero vamos, también es su padre, entiéndalo…”. Entre risas, D. Felipe nos interrumpió: “no os preocupéis, creo que se trata de la misma persona”. Espero que contarlo hoy no resulte demasiado indiscreto. Pepe y yo lo recordábamos a veces y él me decía con aire adusto: “he aprendido mucho desde entonces”.

Sin alharacas, en silencio, tratando de pasar inadvertido, José María Pérez de Ayala estaba siempre presente, sin embargo, en todo cuanto tuviera que ver con Doñana. Y aun rodeado de muchos, siempre se le veía, incluso a su pesar. Detectar a Pepe en una celebración, un debate, un recorrido por el campo, o un pleno del Consejo de Participación, inspiraba siempre confianza y proporcionaba tranquilidad, porque él representaba la esencia callada de Doñana, lo más profundo de su ser. Era una referencia que ya no está. ¡Cuánto vamos a echarte de menos, amigo Pepe! Entre tanto, quizás ahora te resulte más fácil fotografiar el rayo verde del ocaso, que tanto perseguiste.

Miguel Delibes de Castro es biólogo, profesor ‘ad honorem’ del CSIC, miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y fue director de la Estación Biológica de Doñana

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