La cárcel de Torrijos
Todos los que pasaron por aquella prisión de la dictadura merecen que a las cosas se las llame por su nombre. Aquello no fue un “lugar”
La Sociedad General de Autores y Editores, esa institución tan, tan, tan prestigiosa, creyó rendir un merecido homenaje al poeta Miguel Hernández cuando, a mediados de los ochenta, instaló una placa de mármol en una vieja fachada de ladrillos de la calle del Conde de Peñalver, casi esquina con Juan Bravo. La leyenda de la lápida dice: “Al poeta Miguel Hernández, que compuso, en este lugar, las famosas “Nanas de la cebolla” en septiembre de 1939 (…) Se inauguró está placa el 15 de octubre de 1985…). El motivo era el homenaje nacional a Machado, Lorca y Hernández.
Aquel pretendido homenaje nacional, seguramente con tan buenas intenciones como mal calculado, con los reyes presidiendo, el vicepresidente Alfonso Guerra clausurando, y con una rimbombante comisión formada por apellidos tan rimbombantes como Alberti, Buero Vallejo, Laín Entralgo… fue puro fuego artificial. Mejor dicho, fue un completo fracaso. Eso sí, a ojo, aquel batiburrillo de ciento y pico actos con más jefes que indios debió de costar una pasta gansa.
Como testimonio de aquella ruinosa convocatoria cultural (quizás solo superada por la del cuarto centenario de Cervantes en 2016) queda esa placa en la calle del Conde de Peñalver que, más que servir como recuerdo, ofende la memoria histórica en general y la de Miguel Hernández en particular.
Ese “lugar” al que se refiere la placa… esa fría palabra que el diccionario define como “porción de espacio”, era una cárcel. Parece mentira que esa cobarde redacción en homenaje a un poeta que, ya es sabido, fue represaliado, encerrado en varios “lugares” y finalmente abandonado a su suerte y a su tuberculosis hasta dejarlo morir en otro “lugar”, saliera de esa institución privada que presuntamente vela por los intereses de los autores.
Miguel Hernández, efectivamente, compuso “Nanas de la cebolla” durante su encierro en la cárcel de Torrijos. Así se la conocía en Madrid durante la guerra civil porque estaba en la calle de Torrijos, de José María Torrijos, el liberal al que fusiló el cretino borbón Fernando VII. A principios de los cuarenta desahuciaron al constitucionalista de su calle y se la dedicaron al conde. Obvio.
En esa cárcel, en ese “lugar” al que se refiere eufemísticamente la SGAE, accedían las visitas por la entrada que hay a unos metros de esa placa para llevar a los rojos allí encerrados el paquete semanal con una muda, cuatro cigarrillos y cien gramos de chicharrones. Eso es lo que mi madre, con ocho años, le llevaba a mi abuelo en septiembre del 39, que estaba allí, en ese “lugar”, compartiendo patio, piojos y rancho con Miguel Hernández. Sin saberlo, claro. Mi abuelo era analfabeto, pintor de brocha gorda y no se trataba con poetas.
Todos los que pasaron por aquella prisión de la dictadura merecen que a las cosas se las llame por su nombre. Aquello no fue un “lugar”. Aquello fue la cárcel de Torrijos.
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