Huevos fritos, rotos y equivocados
Imbatible elemento de masas o largo de la historia, estrella sin rango de la práctica doméstica habitual, ha sido incorporado de manera extravagante a los platos de grandes crustáceos
El huevo es un producto de éxito, barato, de preparación fácil y rápida y que, además, lleva incorporada de manera directa una salsa y su decoración. La retórica gastronómica y los experimentos incomodan a uno de los objetos formales mejor concebidos y que además está encapsulado a modo de conserva, para su transporte y pervivencia.
En la Biblia de los amantes de la mesa razonable, el diccionario Laurousse Gastronomique le dedican más de 20 páginas (edición de 1938) y se recogen más de 200 preparaciones distintas con huevos, con sus apellidos territoriales.
El huevo, frito, tan común, elemento de masas e imbatible a lo largo de la historia, una estrella sin rango de la práctica doméstica habitual, ha sido incorporado de manera extravagante a los platos de grandes crustáceos. Se anuncia y propaga como gran reclamo la langosta o el bogavante con huevos fritos. Miré a Tomeu Caldentey, chef y hombre bueno, acompañando, discreto, a un cocinero del puerto de Ciutadella, en Això és mel de IB3, presentando el paripé de la langosta frita, con dos huevos y patata. Los hermanos Marx, para ironizar sobre la abundancia y la acumulación, proclamaban: “...Y dos huevos duros”. Ni hecho adrede.
La potencia y el color sabroso de la yema de los huevos fritos —y las patatas— entre bichos con protecciones molestas desordenan estos platos de fritura de piezas, cáscaras, pinzas y cabezas que reinan por sí solas y cuya personalidad no requiere otras adherencias poderosas.
Pocas veces puede sumarse un cúmulo de errores en una receta de cocina y presentar un plato-estorbo en la mesa. Posiblemente se trata de una apología de los excesos y redundancias, un dato de nuevos ricos, caprichos grandilocuentes.
Los huevos fritos —cada ocasión es un descubrimiento— casan y se retroalimentan con aquellas materias fritas también que absorben, contradicen o matizan su sabrosa textura y circunstancia las patatas de manera universal e imbatible, los pimientos asados, la sobrasada, el tumbet en su época, el lomo, el camallot, las salchichas, las alcachofas chip, la cebolla frita... Ahondar en el relato sería interminable si agregamos los platos tradicionales con huevos batidos, duros o rotos. La greixera o los ous menats con tomate, entre los primeros de la lista de triunfos reeditados en la práctica común que se transforma en tradición.
El oficio de freír un huevo se repite por millones, cada día, en todo el mundo como una oración privada, una comunión universal. Posiblemente con el arroz — con el que se alía muy bien—, el huevo frito sea un pasaporte que transita por todas las culturas y mesas del mundo.
Los huevos son la munición comestible más apreciada y fue usado crudo como primer alimento para la infancia, a los ocho meses de edad. Es capaz de suscitar cientos de presentaciones distintas, pero triunfa en su formato más común: frito, estrellado, roto, en soledad en el plato o decorado con verduras, hortalizas, carnes, pescados o embutidos. Asimismo, es dominante pasado por agua, semihervido, para tomar con pan mojado y cucharilla, en su cáscara. La tortilla, esa variante hegemónica, reitera la eficacia alimentaria de los recursos que las gallinas tienen para reproducirse.
Los huevos estrellados, rotos, son venerados desde hace medio siglo en Lucio, en Madrid, promotor de esta obviedad culinaria, un manjar meramente doméstico, fácil, casi gratuito, aunque en el pasado un huevo era el producto más lujoso para el intercambio de las economías rurales de subsistencia. Los payeses humildes no lo consumían, lo guardaban para vender o permutar. Entonces se consagró el deseo; el resto son obviedades mecánicas, tonterías provincianas.
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