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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Txikiteros’

Al leer la noticia mis ojos se nublaron, una contenida lágrima extendió una película de agua sobre las pupilas, al tiempo que el temblor invadió mi barbilla y la puso al límite del llanto. Llevado por la emoción, comprendí que, a pesar de las tragedias que padece la humanidad y la ausencia de auténtica justicia, sí existe, al menos, una consoladora justicia poética. Estas palpitaciones, estos estremecimientos y temblores, estos síntomas promisorios de una benéfica regeneración ética y moral, tienen un origen claro: el Ayuntamiento de Bilbao ha decidido otorgar a los txikiteros del Casco Viejo el Premio Bilbaínos Ilustres 2012.

Décadas de cabizbajo nomadeo por la ciudad de tu infancia, el registro diario de las baldosas de siempre, esa sensación de que la vida, tu vida, se ha derramado en las mismas calles, la certeza de que el poema del viejo Cavafis, aquel que susurra que la ciudad, tu ciudad, te perseguirá siempre, adquieren filosófica coherencia, regresan en un pebetero litúrgico y dotan a tu vida de sentido: sí, amigos, los txikiteros (la solera, el genio, la raza o, como diría un sindicalista, el colectivo) comparten con instituciones académicas y caritativas, con ingenieros y magnos dibujantes, la condición de insignes de la villa.

El Ayuntamiento ha dado un valeroso paso al frente reconociendo la encomiable labor de los txikiteros, tras décadas, o siglos, de consagración a la ingesta ambulante de vino de tercera. Dice el oráculo municipal: “Frente al individualismo imperante desde hace décadas, el txikiteo constituye una forma de relación basada en el compañerismo y la amistad, con grandes beneficios morales en forma de solidaridad y cohesión social tanto para los miembros de las cuadrillas como para la sociedad en general”.

No habrá gañán que tenga la indecencia de cuestionar estos asertos. Aún más, conviene denunciar, bajo la égida txikitera, a los culpables del individualismo imperante. Claro que aún habrá algún desagradecido que se pregunte por la patológica manía que posee a las instituciones públicas frente al individualismo. Qué se les habrá perdido a los políticos persiguiendo al individuo y premiando a las jaurías, incluso a esta del vino. Si es cierta la reflexión municipal, debemos reconocer que el sólido universo moral del txikiteo se halla en esto desnortado: individualismo se contrapone a colectivismo, no a solidaridad. Y lo contrario de egoísmo es altruismo, no colectividad. Las consecuencias de esta extendida confusión son gravísimas: basta ver lo que escriben los intelectuales en la prensa.

Si hay que defender el derecho de toda persona a hacer lo que tenga a bien con su conciencia, qué decir del derecho a hacerlo con su hígado. Así que ¡loor a los txikiteros del Casco Viejo! Recibamos contritos su enseñanza moral, sin preguntarnos por qué nunca ven el momento de volver a casa, ni si alguien les espera en ella.

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