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Ha hecho falta una pandemia, pero ya está claro: los bufés libres son lo peor

Las medidas anticovid han roto las reglas de este peculiar tipo de restaurante. Una nutricionista, un historiador, una psicóloga y una experta en seguridad alimentaria detallan los motivos para no echarlos de menos (si no cambian)

sushi
JUJ WINN / Getty Images

Hace años, un amigo y yo deliberábamos a las puertas de un restaurante de bufé libre. A él se le iluminaba la cara solo de pensar que entraríamos, a mí, que estoy a dieta desde 1992, el pantagruélico festín me provocaba ansiedad. No era por la amenaza a mi figura, es que siempre he sentido un rechazo visceral (llámalo estético) hacia la imagen de comida amontonada. Ponme delante un plato combinado y se me corta el apetito, entro en pánico. No sé por dónde empezar. Quería evitar el restaurante como la peste, pero solo me salió un francamente torpe “es que en un bufé se come mucho”. Mi amigo se echó a reír como si hubiera escuchado una soberana estupidez. “¡Esa es la gracia!”, sentenció.

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Tuve que rendirme a la evidencia, pero sin perder el optimismo. Al fin y al cabo, uno es libre para comer lo que quiera, ¿no? Pues no. Por mucho que trates de sortear el influjo del plato estrella de los bufés (un ejemplo típico: albóndigas para un regimiento, una palada de paella, un ovillo de espaguetis y, tal vez, dos o tres croquetas), al final acabas capitulando. Sin saber cómo, terminas probando un poco de todo. O todo de todo, si te dejan. Porque los bufés nos desarman por dentro, quebrantan hasta la voluntad más férrea, como explica la psicóloga Bárbara Tovar, del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid: “El ser humano se debate en muchas situaciones entre lo que le apetece y lo que necesita. La variedad de estímulos sensoriales de los bufés (el aspecto de la comida, los olores) influye en la forma en que regulamos el control de los impulsos, de modo que, al procesar la información, la parte de lo que necesitamos pierde el combate. Sucede lo mismo en los restaurantes que presentan los postres en un carrito. No es lo mismo elegir sobre una lista de platos en un menú escrito en un papel que en un menú representado directamente en platos, ya elaborados y bonitos, delante de nuestras narices”. Esa es la gracia.

Guerra de sabores, atasco de nutrientes

No hay nada como los bufés en el panorama hostelero contemporáneo, y son precisamente sus peculiaridades las que los han convertido en lugares especialmente sensibles al contagio durante la pandemia. El hecho de que los platos estén dispuestos a la vista para que el cliente se sirva cuanto quiera, a discreción, choca con las precauciones necesarias, lo que ha obligado a reformular el concepto. Es larga la lista de cosas que merece la pena revisar.

“Es curioso que se le llame ‘libre’: esa presunta libertad de la que presume no es más que comida de rancho bien ornamentada”, opina el historiador gastronómico José Berasaluce, quien los ve como establecimientos un tanto anacrónicos. “En los ochenta, una generación que superó los complejos del hambre de la posguerra y la abstinencia religiosa dio sentido a este tipo de establecimientos. Pero hoy resultan paradójicos. Celebramos la alegoría de los chefs, con sus menús largos y estrechos, cuando el bufé representa lo barato y ancho”.

Berasaluce piensa que este tipo de local “hoy se ve como una horterada de familia dominguera y fiestas de guardar”, pero ese no es el verdadero problema. “La exposición de diversidad de platos nos invita a probar una gran cantidad de comida, lo que por supuesto puede ser perjudicial para nuestra salud”, declara Mónica Herrero, vicepresidenta del Colegio Profesional de Dietistas-Nutricionistas de Aragón. El problema es que el atracón se traduce en un aumento de calorías que no tomaríamos en nuestro menú de cada día o en un restaurante normal, y “está comprobado que la ingesta superior de calorías en una sola comida, de una forma sostenida en el tiempo, aumenta el peso y puede conllevar sobrepeso u obesidad, así como diferentes patologías asociadas, como las cardiovasculares y digestivas”, subraya.

Unos investigadores de la Universidad de Rutgers (Nueva Jersey, EEUU) han observado que la ingesta calórica es mayor entre las personas que comen en un bufé que entre quienes recurren a un menú con primer y segundo plato.
Unos investigadores de la Universidad de Rutgers (Nueva Jersey, EEUU) han observado que la ingesta calórica es mayor entre las personas que comen en un bufé que entre quienes recurren a un menú con primer y segundo plato.JUJ WINN (Getty Images)

Además, para ofrecer tan variada abundancia de comida a un precio asequible, algunos restaurantes y hoteles ahorran en materias primas como el aceite. “No podemos decir que en todos los restaurantes que sirven bufé el aceite sea constantemente reutilizado —señala la nutricionista—, pero seguro que en muchos sí, ya que el precio tan económico que ofrecen tiene que compensarse por algún lado, ya sea en la calidad de los alimentos y/o en la forma de cocinarlos. Seguramente el aceite sea de vegetales o una mezcla de estos o semillas, y barato, ya que utilizan muchos litros. La mala reutilización de aceites, tanto por un sobreempleo como por freír distintos tipos de alimentos, puede ser muy perjudicial para la salud porque se crean partículas tóxicas que pueden ser cancerígenas”.

Por otra parte, “cuando mezclamos multitud de elaboraciones puede suceder que parte de nutrientes importantes como vitaminas o minerales no sean bien absorbidos, ya que hay un gran volumen de otros nutrientes que impiden esa mejor absorción. Podemos pensar que estaremos bien nutridos, pero al final no es así”. Desde el punto de vista gastronómico, amontonar comida diversa en el plato tampoco es lo más indicado. “Para saborear un alimento es importante que no se mezcle con las elaboraciones de otros; en caso contrario estaremos percibiendo varios sabores a la vez y realmente no sabremos lo que estamos comiendo”, sostiene la dietista-nutricionista.

¿Quieres salvar el bufé? Pon raciones individuales y camareros

Otras singularidades de los bufés libres son igual de importantes, pero no tan obvias. Por ejemplo, los aspectos que comprometen la seguridad alimentaria a consecuencia de su funcionamiento inherente: en comparación con un restaurante normal, el tiempo que transcurre entre la preparación y el consumo de la comida es mayor, como también lo es la manipulación a la que se somete (tanto por el personal como por los clientes). Una vez que se expone en los recipientes, escapa al control de cocineros y camareros. En consecuencia, “las situaciones de peligro son mayores, lo que lleva consigo un mayor riesgo, y por tanto una mayor posibilidad de que se produzca una intoxicación o toxiinfección alimentaria”, asegura María Rosa Urdiales, miembro de la junta de la Sociedad Española de Seguridad y Calidad Alimentarias.

Los alimentos en un bufé pueden contaminarse de varias maneras: “A través de las manos de los clientes a la hora de servirse, de los utensilios (pinzas, paletas, cucharas…), bien por dejarlos en superficies que pueden estar sucias, bien por contaminación cruzada al manipular alimentos crudos y cocinados; y al hablar, toser o estornudar sobre los alimentos expuestos”, describe Urdiales. El consumo de comida contaminada puede provocar “enfermedades alimentarias, originadas por la proliferación de microorganismos patógenos (virus o bacterias) o por las toxinas que estos liberan en los alimentos durante su multiplicación”. Por otro lado, si no se han conservado a la temperatura idónea desde la preparación al momento en que se consumen (+65ºC las comidas calientes y +8°C aquellas que se mantienen en refrigeración, dicta la ley) pueden aparecer microorganismos como Salmonella, E. coli O157:H7 y C. botulinum, que provoca botulismo.

Un estudio de 2017 halló que en esta clase de locales los comensales se dejan en el plato la mitad de la comida que se sirven.
Un estudio de 2017 halló que en esta clase de locales los comensales se dejan en el plato la mitad de la comida que se sirven.JUJ WINN / Getty Images

Para que se hiciera efectiva una vuelta ideal a los bufés, las partes implicadas deberían cambiar algunos hábitos. María Rosa Urdiales opina que sería bueno evolucionar hacia un “bufé asistido, en el que sea el personal del restaurante el que sirva la comida; acortar el tiempo entre la preparación y el consumo; exponer raciones unipersonales; o utilizar expositores que protejan de la contaminación ambiental o de las gotitas de saliva que expulsan los clientes al hablar, toser o estornudar”. En cuanto a los comensales, Urdiales sugiere “lavarse las manos antes de servirse la comida, evitar aglomeraciones en torno a los expositores, eludir hablar, toser o estornudar sobre los alimentos, tocarlos con las manos o manipular innecesariamente aquellos que no se van a llevar a la mesa, descartar comidas que entrañan más riesgo (marinados, tartas, salsas…) y dejar los utensilios de servir siempre en su sitio, para que no se produzcan contaminaciones cruzadas”.

Una asignatura pendiente de los restaurantes en general es lograr reducir el desperdicio que originan, el cual constituye un problema para el medio ambiente. Según la FAO, “los alimentos tienen una alta huella de carbono y requieren una cantidad considerable de energía para producirlos, cosecharlos, transportarlos, procesarlos, envasarlos, venderlos al por menor y prepararlos, por lo que tienen un impacto grave en nuestro planeta”. En España se tiran cada año 212 millones de kilos de comida cocinada a la basura. La pingüe dinámica de los bufés lo alienta.

A este respecto, diversas iniciativas están replanteando la fórmula del bufé. En algunos restaurantes se obliga al comensal a pagar la comida que deja intacta. Un estudio de 2020 probó un curioso método para reducir el despilfarro: a su llegada al hotel, las familias recibieron un folleto de colección de sellos; por cada día que no dejaban comida en sus platos, el camarero sellaba el folleto. La familia que lograba recolectar un sello por cada día de estancia recibía un premio (una funda impermeable para el teléfono móvil o una pelota inflable). La medida “redujo significativamente el desperdicio promedio de platos a un costo mucho menor que el folleto de recolección de sellos”. Otras investigaciones sugieren que la gente refrena su gula cuando se le aporta información nutricional (calorías, ingredientes, advertencias para la salud) de cada alimento. También se ha demostrado que el derroche es mayor cuanto mayor es la afluencia de público: en medio de la vorágine, uno siente menos vergüenza dejando sobras. Son datos de lo que pueden extraerse conclusiones en cuanto a limitación de aforos y distribución de espacios, que se antojan imprescindibles para devolver el bufé a la vida. Si eso es lo que se quiere.

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