Ahorrando para el búnker
Me represento a Vladímir Putin, por ahora la última némesis de “Occidente” como una especie de encarnación del descarnado HAL 9000, el superordenador que rige todas las funciones de la nave Discovery en ‘2001: una odisea del espacio’
1. Seguridades
Estoy firmemente convencido de que Lugar seguro, de Isaac Rosa, es el mejor biblioteca breve que se ha concedido en lo que va de milenio. Tan exigente, tan oportuno, tan renovador, tan lleno de fuerza, que quizás mereciera más bien formar parte de la lista de novelas galardonadas en la primera etapa (1958-1973), aquella en la que fueron premiadas ficciones de Luis Goytisolo, García Hortelano, Caballero Bonald, Vargas Llosa, Cabrera Infante, Marsé, Fuentes o Benet, y en la que a los jurados (y al sistema mercadotécnico de Planeta en el que se sustenta el premio) no les daba empacho ni terror declarar desierto el concurso cuando no hubiera nada que mereciera la pena. Es verdad que entonces era más difícil encontrar mujeres en el jurado que lograr que una caravana de camellos galopara a través del ojo de una aguja, pero es lo que se llevaba en todas partes, incluido el “campo literario”.
Y, en cierto sentido también ahora, no crean que el despropósito ha cambiado mucho: si no fuera por la presencia de Elena Ramírez, la editora que ha dado forma a la nueva etapa de la gloriosa editorial, la falocracia seguiría siendo aplastantemente mayoritaria. Lugar seguro es una novela contradistópica o antidistópica. Ambientada en un indeterminado futuro que, sin embargo, espera a la vuelta de la esquina, cuenta la historia de una familia de pillos “emprendedores” —abuelo, padre y nieto— que comparten el nombre de Segismundo García, y cuya obsesión es encaramarse en el “ascensor social” de una buena posición. El relato transcurre en un día, y lo cuenta el segundo Segismundo, empeñado en el improbable negocio de construir y vender búnkeres baratos para que la pequeña burguesía también encuentre protección (un “lugar seguro”) llegado el caso. Los tres personajes masculinos (todas las mujeres funcionan como personajes positivos, lo que, la verdad, podría haberse mejorado) han fracasado en sus chapuzas (el abuelo intentó una red de odontólogos baratos). Frente a la habitual consideración novelística del futuro como distopía, Rosa propone indirectamente uno que no lo es tanto: frente al colapso (casi ineluctable, por ejemplo, para el poeta Riechman), los “prepas” o “botijeros” —tan despreciados por Segismundo II— ya constituyen el embrión de una alternativa “ecomunal”. La acción se desarrolla mientras los dos Segismundos más jóvenes intentan encontrar al patriarca, cuya demencia senil le impulsa a la fuga en pos de una presunta fortuna lograda en su época odontológica y escondida antes de pasar una buena temporada en chirona. La búsqueda de ese tesoro —que permitiría a los Segismundos II y III salir de trapicheos— propicia, a modo de la investigación del Rosebud de Ciudadano Kane, el conocimiento de la historia y la peripecia de los Segismundos. Personajes heridos, rencor de clase, fracaso vital, desarraigo y desconcierto, pero todo en un saludable tono de sátira menipea, y a veces de relato picaresco, en el que la ternura, la estupidez y la codicia constituyen motivos fundamentales.
2. Homenajes
Me represento a Vladímir Putin, por ahora la última némesis de “Occidente” (el entrecomillado es mío), como una especie de encarnación del descarnado HAL 9000, el superordenador que rige todas las funciones de la nave Discovery en 2001: una odisea del espacio (1968), la película de Kubrick basada en El centinela, un estupendo relato de Arthur Clarke, quien también trabajó en el guion de la cinta. Como HAL, Putin es frío como una máquina, pero también es capaz de moverse (y matar) no solo por intereses, sino también por emociones: celos, por ejemplo, ambición, venganza, ira; lo estamos viendo en la tele mientras machaca sin piedad la cercada y hambrienta Mariupol. Pero como le pasó a HAL, también es susceptible de ser “desconectado”, como él mismo Putin ha hecho con no pocos opositores y adversarios. Muchas vidas y sufrimientos se ahorrarían si algún lector o discípulo postsoviético de Juan de Mariana o de los iusnaturalistas del XVI decidiera apiolar al tirano bien apiolado. Ya sé que no es el único culpable en esta guerra absurda, pero, tal como están las cosas, hay que saber poner prioridades y posponer los puntos de desencuentro, que ya vendrán. Claro que para “neutralizar” —permítanme este eufemismo tan de “guerra fría”— al autócrata se precisaría quizás a alguien como el líder anarcocomunista y escritor ucranio Néstor Majnó (1889-1934), quien, por cierto, tomó Mariupol derrotando a los “blancos” durante la guerra civil, se enfrentó a todas las formas de tiranía de la Rusia de su tiempo y está enterrado en el cementerio parisiense de Père Lachaise, sobre cuya tumba suele haber rosas rojas. Por si sienten curiosidad, otros escritores de origen ucranio (fuera la que fuera la lengua en que escribieron) de los que es fácil encontrar obra traducida al español son, por citar los primeros que me vienen al coco, Nikolái Gógol (Nórdica acaba de publicar una nueva edición de Almas muertas), Svetlana Alexiévich, Irène Némirovsky, Clarice Lispector o Henry Roth, cuya grandísima novela Llámalo sueño (1934), publicada por Alfaguara en 1990 y hoy incomprensiblemente inencontrable, es uno de los hitos de la novela norteamericana del siglo XX.
3. Machismos
Estos días he aprendido mucho sobre mí (y sobre mis contemporáneos) leyendo Virilidad nacional, de Bertrand Noblet (Prensas de la Universidad de Zaragoza), un interesantísimo trabajo acerca de los “modelos y valores masculinos” propuestos en los libros de texto de Historia entre los años 1931 y 1982. El franquismo se propuso revirilizar a los decadentes, afeminados y derrotados rojos (el vir republicanus), al tiempo que se empeñaba en reeducar a las rojas, consideradas viragos, machorras, cuando no putas. Una labor a la que contribuyeron con entusiasmo de conversos algunos de aquellos entrañables curas que, si te descuidabas, te metían mano y se fumaban un puro, Ave María purísima.
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