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tribuna libre

El viaje horizontal de García Hortelano

Se cumplen 26 años de la muerte del autor, que caminó desde el realismo social hasta la mejor 'nouvelle vague' en castellano

Andrés Barba
El escritor Juan García Hortelano, en su casa en 1989.
El escritor Juan García Hortelano, en su casa en 1989.ricardo gutiérrez

Los escritores, a diferencia de la gente de a pie, están obligados a morir dos veces: primero su muerte biológica y segundo —y de manera casi igual de inevitable— su muerte editorial y literaria. De la última se resucita, tras el paso por el limbo de rigor, solo gracias al entusiasmo de los lectores y la reivindicación de los colegas. En ese sentido puede que Juan García Hortelano haya tenido más de lo primero que de lo segundo. Entre sus compañeros de generación ha habido más suerte editorial para Goytisolo, Benet, Sánchez Ferlosio o Martín Gaite, por citar solo algunos. La academia, ya se sabe, es coqueta, defiende mejor lo vertical que lo horizontal y nadie duda de que los españoles siempre hemos preferido la oda a la parodia, por mucho que lo único que nos haya hecho célebres en el mundo sean los Goyas, los Cervantes y los Buñueles, es decir, gente que ha tomado modelos “idealistas” para darles la vuelta y llevarlos a un lugar inédito, retorcido y maravilloso.

Es justo en ese sentido que parece casi modélico el giro que dio Juan García Hortelano desde el realismo social de sus primeras obras —sobre todo Nuevas amistades (1959) y Tormenta de verano (1961)— hasta la mejor nouvelle vague que se ha escrito en castellano y seguramente su obra maestra, El gran momento de Mary Tribune (1972). Todos los grandes novelistas son, al menos, dos escritores; el de su primera juventud y aquel en el que se convierten después de los 40 años. La abismal distancia que existe, por ejemplo, entre la impaciencia nerviosa del Flaubert de Memorias de un loco y el delicado estilista de Madame Bovary no tiene que ver solo con la evolución de una destreza, sino más bien con la “comprensión” de algo que está más relacionado con la vida que con la literatura.

Todos los grandes novelistas son, al menos, dos escritores; el de su primera juventud y después de los 40 años

No hay duda de que García Hortelano —el niño de la guerra, el oficinista al que Carlos Barral confundió con un guardia civil cuando le vio bajar del avión con su bigotito para recoger el Premio Formentor— entendió “algo” durante la década que le llevó la escritura de su monumental novela. Ese “algo” que le hizo cambiar el papel de azote de la burguesía acomodada por el de canalizador de las ganas de vivir de un país que vislumbraba la luz al final del túnel del franquismo es al mismo tiempo un viaje privado y colectivo. Tal vez una de las razones que afianzaron la popularidad de García Hortelano fue precisamente ésa, la de que en su transición puede verse de manera emocionante la transición espiritual de España entera. No se trata solo de la distancia entre el ominoso cadáver de la chica ahogada con el que comienza Tormenta de verano y la desopilante fabada party con la que los amigos tratan de agasajar a la recién llegada Mary. El humor alcohólico de García Hortelano no renuncia a la oscuridad de Berlanga, pero se sacude de encima el moralismo franquista; tiene la alegría de Godard, pero no su ruido; puede que lleve encima más gin-tonics de la cuenta, pero está más lúcido que nunca: “Está comprobado”, piensa el narrador y protagonista de Mary Tribune, “que solo se puede convivir con quien se ama verdaderamente, con quien se conoce, se respeta y se protege: uno mismo”, una frase que —por qué no— habría podido firmar Woody Allen, pero que adquiere una dimensión distinta cuando se piensa en el viaje cósmico que esa generación de niños de la guerra tuvieron que hacer para llegar, desde el autodidactismo más básico, hasta esa aparente “ligereza”.

Ayudaba la vida, evidentemente, el hambre de libros y de libertad. Lo que está claro es que ese “algo” que García Hortelano comprendió en la década en la que escribió Mary Tribune no puede ser muy distinto de lo que comprendió Cervantes cuando decidió dejar de escribir aquella plúmbea poesía pastoril tan del gusto de los poetas cultos de su tiempo y decidió dejarse llevar por la historia de un manchego que enloquecía leyendo novelas de caballería. En los dos se siente la marca indudable y siempre emocionante de la vida. De García Hortelano se aclama siempre su bondad y su casi religioso sentido de la amistad. Su mujer, María Ampudia, comentó en una ocasión que escribió tanto “porque sus amigos a veces estaban ocupados”, una frase que siempre me han confirmado de manera entusiasta todos los que tuvieron la suerte de conocer en vida a García Hortelano y que define —como ya dijo Marías en un retrato del autor— un milagro digno de mención en un país como España, algo más inverosímil que un unicornio, que una náyade: un escritor del que nadie habló mal.

Andrés Barba es autor de ‘República luminosa’ (Anagrama), premio Herralde de Novela 2017.

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