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Reportaje:tinta de verano

TODOS LOS BUENOS SE LLAMAN GARCÍA

Javier Rodríguez Marcos

Ahora parece hasta mentira, pero hubo un tiempo en que todos los buenos escritores se llamaban García. Es más, hubo un tiempo en que todos se llamaban García Hortelano. Juan García Hortelano, por ejemplo. El arte convive mal con el rebaño, pero da pavor imaginar qué sería de la novela española sin los libros de Hortelano y sus compañeros de generación. Después de la guerra, los escritores del 98 estaban en la tumba o en el hospital, a algunos narradores del 27 no les había dado tiempo a hacer la digestión de las vanguardias y a otros no les había cundido más que para contar, con gran altura, eso sí, su experiencia de la Guerra Civil.

En esto llegaron los niños de esa guerra: Laforet, Ferlosio, Delibes, Martín Gaite, Matute, Goytisolo, Benet, Aldecoa, Fernández Santos, Marsé... Si los poetas mantuvieron el nivel de Lorca, Cernuda y compañía, los novelistas abrieron las ventanas de un país que empezaba a oler a cerrado. Unas ventanas daban al campo, otras a la ciudad, algunas al barrio de cada autor y alguna otra, a su propio cerebro. Casi todas a un realismo crítico que fue volviéndose cada vez menos fotográfico pero nunca perdió de vista que solo con buenas intenciones no se escriben libros buenos.

Las curiosas coincidencias entre un novelista que ganó el premio formentor y otro que se llevó una sorpresa mayúscula el día en que, de crío, oyó sus apellidos en televisión

Uno de esos niños era García Hortelano, Juan, que en 1959 ganó el Premio Biblioteca Breve con su primera novela y que dos años más tarde obtuvo con la segunda otro premio todavía más grande, el Formentor, que tenía entre sus bases la publicación en 14 países de la obra galardonada. La novela se titula Tormenta de verano y, aunque en la primera línea aparece una muchacha muerta, es la lectura ideal para urbanizaciones de playa con inquilinos de esos que el eufemismo llama de clase acomodada. Si usted es uno de ellos, reconocerá sin dificultad a sus vecinos -y a los hijos de sus vecinos- en los personajes de una trama coral que gira en torno a las cavilaciones de Javier, arquitecto de la colonia, en la que él mismo ocupa una casa.

Eminentemente dialogado y fruto de una enorme capacidad para retratar a alguien por el modo en que habla, el libro es un impagable fresco de la España que se tumbó en la arena a esperar que llegaran los 25 años de paz de Franco. Otro eufemismo. El discreto encanto de la burguesía. El encuentro entre la conciencia y la declaración de la renta. El género humano servido on the rocks. "Las cosas son muy sencillas", dice uno de los guardias civiles que custodian el cadáver. "O de aquí -resbaló varias veces el pulgar sobre el índice- o de aquí -se señaló la bragueta-. Con perdón". Y añade: "Se lo digo yo que estoy en contacto con la vida. Pasa mismamente que con el tiempo. Que hay sol, pues todos contentos. Que hay lluvia o frío, todos como perros y gatos".

En 1963, dos años después de que se publicara Tormenta de verano, nació en Barcelona otro García Hortelano, Francisco José. Terminó siendo, por supuesto, escritor, pero como no era familia del novelista se llevó una sorpresa mayúscula el día en que, de crío, oyó sus apellidos en televisión, en el programa de José María Íñigo. Cuando aquel muchacho tuvo edad de publicar un libro decidió respetar al García que había llegado antes a la historia de la literatura y comenzó a firmar con un pseudónimo: Francisco Casavella.

Curiosamente, en la segunda novela de este, Un enano español se suicida en Las Vegas, también hay un arquitecto que, por edad, podría haber sido uno de los niños de Tormenta de verano. En su caso, la inquietud no llega con un muerto sino con un muerto viviente: el hermano del protagonista, un crápula de buena familia barcelonesa al que le gusta perderse por debajo de la Diagonal para, pasado el tiempo, reaparecer por encima. El libro es una máquina de precisión de 200 páginas y, a la vez, una certera radiografía de Barcelona, una ciudad en la que la geografía hace que sean literales los conceptos de barrio alto y barrio bajo. Esos son los dos escenarios en los que transcurre el encontronazo entre un vivales que se las sabe todas y su hermano pequeño, "uno de esos que sube al escenario cuando se lo pide un mago".

Tanto Juan García Hortelano como Francisco Casavella publicaron también sendos novelones que, camino de las mil páginas, pueden leerse como grandes, en todos los sentidos, metáforas de ese cambio de estado político -de sólido a líquido- que llamamos Transición española: El gran momento de Mary Tribune y El día del Watusi (última coincidencia: el día del Watusi es el 15 de agosto, es decir, hoy). Casavella relató en una ocasión que cuando él acabó la última página del librazo de su homónimo se lanzó a la calle: "A recomendársela a todo el mundo, a imponérsela, a leérsela yo mismo". Además, contó cómo el Hortelano mayor le había presentado su primera novela, El triunfo, y cómo a él le habría gustado decirle que le parecía "uno de los tres mejores novelistas españoles del siglo", que "en su estilo solo tenía comparación con gente como Queneau, Vian o Calvino", que "si no tenía un monumento en cada ciudad es que en España somos así de burros". Y añadió: "No pude. No me dejó. Las inteligencias delicadas de primera clase no te dejan decir esas cosas en su cara". García Hortelano murió en 1992. Tenía 64 años. Casavella, en 2008. Tenía 45. Su texto sobre el autor de Tormenta de verano terminaba así: "Le vi muy poco. Le admiro mucho". Muchos podrían decir lo mismo de él.

Playa de Tossa de Mar (Girona) en 1965.
Playa de Tossa de Mar (Girona) en 1965.XAVIER MISERACHS

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.
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