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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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No nos iremos de rositas

Los europeos del Oeste (aún) no estamos sufriendo directamente la guerra desencadenada por Putin. Pero lo vamos experimentando vicariamente

Fotograma de la película 'Las ilusiones perdidas', dirigida por Xavier Giannoli.
Fotograma de la película 'Las ilusiones perdidas', dirigida por Xavier Giannoli.
Manuel Rodríguez Rivero

1. Para Kiev

Dicen los historiadores (y lo avala incluso una célebre estela contemporánea) que, tras una incontestable victoria sobre los libios y otros pueblos del mar, el faraón Merneptah o Merenptah (XIX dinastía) mandó cercenar los penes de enemigos muertos (unos 6.000) para que le fuera más sencillo llevar la cuenta de los derrotados. Es evidente que las rutinas y costumbres bélicas han cambiado bastante en los 3.300 años siguientes, al menos en lo, digamos, accesorio. En lo fundamental, la guerra sigue siendo la guerra y sus objetivos continúan invariables: la sistemática destrucción del enemigo (a menudo, total y absoluta). Putin lo sabe, y los ucranios que lo hubieran olvidado, a pesar del Holodomor y otros genocidios sufridos, lo están recordando de la peor manera posible: en vivo y sobre ellos y sus hijos. Nosotros los europeos del Oeste, que creíamos que nos íbamos a ir de rositas de este mundo y que no estamos (aún) sufriendo directamente la guerra desencadenada por el orgullo gran-ruso e imperialista del antiguo torturador del KGB, también lo vamos experimentando vicariamente, poco a poco y a golpe de redes sociales y canales televisivos (cuando no gracias a esa máquina de propaganda putinesca que es la televisión rusa, que hasta el miércoles pasado podía verse sin censura en Movistar), en cuyos programas coexiste incestuosamente la realidad (la muerte, las bombas) con la ficción (las bombas, la muerte) que proporciona el cine bélico, de vuelta masiva y oportuna/ista a la parrilla de las cadenas. En cuanto a los libros, esas frágiles y tan quemables criaturas de las que nos gusta ocuparnos (mientras nos lo permitan los misiles), las editoriales aprovechan el momento y publican historias y relatos de guerra. Sólo que muchos quedan casi obsoletos. Leo, por ejemplo, en los paratextos del notable reportaje La guerra en casa (Ariel), de Luca Rastello, sobre el desastre de los Balcanes, que se trata de un testimonio sobre “el último gran conflicto europeo”: error, ya no lo es. Y con referencia a la destrucción y la aniquilación, que en toda guerra se ceba especialmente en las ciudades (Kiev, ya te llevamos en el alma) y en los civiles (Gernika, tu fuiste la primera muestra de la gran vergüenza), lo que hay que recordar es que aquellas siempre se reconstruyen porque lo exige su misma historia: piensen en la laminada Varsovia, por ejemplo, en el agujereado Berlín, en Coventry, en Dresde, en Bremen, en Nagasaki. Ya no mueren las ciudades, no hay guerra capaz de acabar con ellas para siempre: piensen también en ese milagro que es Leningrado, cuyo asedio, calvario, agonía y resurrección cuenta la periodista Anna Reid en Leningrado (Debate), una lectura que habla de resiliencia, heroísmo, victoria. Pase lo que pase, Kiev también se levantará.

2. Ilusiones

Lo primero que hay que decir de la versión cinematográfica de Las ilusiones perdidas, la excelente película de Xavier Giannoli, es que se trata de una de las más modélicas adaptaciones de las últimas décadas. La novela de Balzac (edición de bolsillo de Alianza, que recupera la traducción de José Ramón Monreal que publicó Mondadori en 2006), una de las obras maestras de ese monumento literario que es La Comédie humaine, es un impresionante y muy cohesionado tomazo de casi 800 páginas. La película dura en torno a los 150 minutos, de modo que es evidente que no puede tratarse de una versión “literal”. Giannoli ha dejado de lado muchos episodios (especialmente los que conciernen a la familia de Lucien de Rubempré en Angulema), motivos, diálogos y escenas. Y sin embargo la película es Las ilusiones perdidas en todo su significado. Es decir, en la dramática y devastadora peripecia de ascensión y caída de un aprendiz de poeta —­lleno de ingenuidad e idealismo— que se convierte en un absoluto arribista mientras se abre camino en las procelosas y malolientes aguas del periodismo del París de la Restauración, cuando los poderosos se toman la revancha final a tantos años de desasosiego revolucionario e imperial: justo en el momento en que, como explicaba Lukács, quien veía en la novela una de las cumbres del realismo, se produce la definitiva e incontestable transformación de la literatura en mercancía. El trasfondo social y cultural del periodismo oportunista y partidario proporciona ahora a la película una extraña resonancia que le confiere actualidad (fake news, campañas y expedientes incluidos), cuando ya no se precisa represión estatal o religiosa para que nadie se salga del guion que marcan los dueños de la información: basta con esa forma tremenda de censura que es la propia y que, quien más, quien menos, todos tenemos en cuenta. Lucien de Rubempré, que como el Eugène de Rastignac, de Père Goriot, es una de las cumbres literarias de la ambición y el arribismo, pierde primero la pureza y después todo sentido moral. Eliminados de la película los personajes positivos (al único que aguanta le quedan pocos meses de vida), el paisaje social que refleja es de absoluta desolación. A pesar de que Giannoli también modifica el final, abriéndolo bastante más que en el libro, la única ayuda que encuentra Rubempré en el retorno a Angulema tras su caída es la de un clérigo español (de nombre, por cierto, Carlos Herrera, vaya por Dios), uno de los avatares balzaquianos de Vautrin, que le presta ayuda a cambio del absoluto sometimiento a sus designios, en uno de los mayores y más perversos ejemplos novelísticos de aquel sentimiento de “servidumbre voluntaria” que analizó Étienne de La Boétie (1530-1563), y al que Gabriel Albiac dedica Sumisiones voluntarias (Tecnos), su curso sobre el sujeto político. Una grandísima novela a la que no avergüenza su translación cinematográfica.

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