Tres comisiones contra la pederastia que pueden inspirar a España
Francia y Australia se han convertido en ejemplos a estudiar, mientras en Bélgica la búsqueda del equilibrio de todo el arco parlamentario descafeinó la investigación
España tiene que decidir ahora qué tipo de comisión va a estudiar los abusos sexuales a menores por parte de miembros de la Iglesia católica y cuenta con antecedentes en tres países que pueden ayudarle a no caer en los mismos errores. En Francia una comisión, dirigida por el exvicepresidente del Consejo de Estado Jean-Marc Sauvé, goza de un prestigio unánime desde su formación a finales de 2018; en Australia las pesquisas ―concretadas en un informe en 2017― se saldaron con indeminizaciones, 400 recomendaciones y un monumento, y la peor referencia es la belga: la búsqueda del equilibrio de todo el arco parlamentario descafeinó la investigación.
Francia: la Iglesia, promotora de una comisión independiente
En medio del silencio acongojado de una sala abarrotada con representantes de la Iglesia, víctimas y periodistas, las palabras de François Devaux durante la presentación en octubre pasado del informe de la Comisión Independiente sobre Abusos Sexuales en la Iglesia (Ciase) en París retumbaron como una maldición. “Ustedes son una vergüenza para la humanidad”, dijo nada más revelarse que al menos 216.000 menores fueron agredidos sexualmente por religiosos en Francia desde 1950. “Deben pagar por todos esos crímenes”, clamó, mirando fijamente a los jerarcas católicos, este cofundador de Palabra Liberada, una asociación de víctimas de un cura pederasta de Lyon a la que se atribuye haber roto la omertá que, durante décadas, permitió a la Iglesia francesa encubrir sus problemas de pederastia.
Cuatro meses más tarde, Devaux no lamenta sus duras palabras y se dice satisfecho porque los obispos hayan reconocido, que no es poco, el “carácter sistémico” de los abusos. También han anunciado una primera colecta entre obispos y diócesis de 20 millones de euros que gestionará otra comisión independiente que aún se está formando, y de la que cinco millones han sido ya adjudicados para un “acompañamiento financiero” de las víctimas (insuficiente, según Devaux).
La decisión de crear una comisión independiente la tomó la Iglesia francesa en noviembre de 2018 ante una presión creciente: varios cardenales estaban procesados por ocultar casos de pederastia, incluido el otrora todopoderoso arzobispo de Lyon Philippe Barbarin, sentado en el banquillo por Palabra Liberada.
Además, una encuesta había revelado que el 87% de los católicos quería una comisión parlamentaria que aclarara los “crímenes pederastas y su disimulación en la Iglesia católica”. El Senado, de mayoría conservadora, lo rechazó argumentando que no puede formar comisiones sobre causas en manos de la justicia y apelando a la separación entre Iglesia y Estado. La pelota volvió al campo de la Iglesia y esta actuó anunciando la formación de la Ciase durante la asamblea general de la Conferencia Episcopal de Francia (CEF) en Lourdes, cita en la que además, por primera vez, los obispos recibieron a un grupo de víctimas de pederastia. Otro sondeo de comienzos de 2019 confirmó la urgencia de actuar: el 56% de los franceses, y más de 4 de cada 10 católicos, tenía una mala imagen de la Iglesia. Para el 83%, los escándalos de pederastia constituían una de las crisis más graves de la institución.
“Honra a los obispos más valientes de la Iglesia haber lanzado esa comisión independiente. No era algo evidente” en un obispado “bastante conservador y tradicionalista”, valora el sacerdote Pierre Vignon, uno de los primeros religiosos en reclamar que la Iglesia actuara ante la pederastia y en denunciar a Barbarin, lo que le costó ser apartado del tribunal eclesiástico en el que trabajaba en Lyon.
Pese a sus recelos iniciales, Devaux también coincide en que el de la Ciase “es un buen modelo que por fin planteó las preguntas correctas. Creo que todas las investigaciones futuras, en Portugal o en España, no pueden descartar la manera de trabajar de la Ciase, sus objetivos y lo que ha aclarado en materia de mecanismos psicológicos”, dice por teléfono.
La Ciase recibió un mandato tan concreto como difícil: “Aclarar los abusos sexuales contra menores en la Iglesia católica desde 1950, comprender las razones que favorecieron la forma en que fueron tratados esos casos y hacer recomendaciones”. Para cumplirlo, necesitó más tiempo que los dos años fijados, debido a la pandemia, que dificultó pero no impidió sus pesquisas, basadas en buena parte en encuentros con las víctimas, a las que quiso ofrecer una oportunidad que a muchas se les había negado hasta entonces: ser escuchadas. “Sin su palabra, nuestra sociedad seguiría sumida en la ignorancia o la negación de lo que sucedió”, dijo su presidente, Jean-Marc Sauvé, al presentar el informe casi tres años después de que se le encomendara una tarea que ha reconocido que no se esperaba fuera a ser tan dura. “Ha puesto mi fe a prueba”, llegó a admitir este católico practicante de 72 años.
De las miles de denuncias recibidas —por vía telefónica, por correo y testimonios directos—, así como de las investigaciones en archivos eclesiásticos y civiles y de una encuesta de población hecha por el Instituto Nacional de Salud, la Ciase sacó la “estimación estadística” de que al menos 216.000 menores sufrieron abusos de unos 3.000 religiosos (el 3% del cuerpo religioso en Francia) en los últimos 70 años. La cifra aumenta a 330.000 si se cuentan también los abusos cometidos por laicos como enseñantes, catequistas o responsables de movimientos juveniles.
La Ciase propuso 45 recomendaciones en materia de reformas legales y estructurales de la Iglesia, además de indemnizaciones para las víctimas. Para atribuirlas, la Iglesia ha creado otra comisión independiente a cuyo frente está también alguien de excelente reputación: la ex Defensora del Menor Marie Derain de Vaucresson.
La CEF, que financió con unos tres millones de euros la Ciase, mantuvo su palabra de no involucrarse en su trabajo, más allá de designar a su presidente. Una elección muy celebrada. “Nadie puede dudar de la imparcialidad” de Sauvé, afirma Vignon del antiguo vicepresidente del Consejo de Estado, un hombre “muy trabajador cuya probidad valoraron todos siempre”, valora el sacerdote que, como Devaux, testificó ante la comisión.
Los resultados, según Vignon, “son muy buenos porque Sauvé supo rodearse de una comisión verdaderamente independiente, pudo elegir” a 10 mujeres y 11 hombres —especialistas en derecho penal o canónico, pero también psicólogos, antropólogos, sociólogos o trabajadores sociales— que “han trabajado de forma voluntaria y muy bien”. Por ello, su informe es “excepcional”, celebra, aunque se muestra dubitativo sobre la voluntad de las reformas internas de la Iglesia que reclama la Ciase.
Tanto Vignon como Devaux advierten también de que hay quienes buscan deslegitimar el proceso. El Papa debía recibir a la Ciase el 9 de diciembre. La cita fue aplazada por “problemas de agenda”, aunque según Vignon para entonces algunas voces habían logrado que Francisco, que expresó su “vergüenza” tras las revelaciones del informe francés, empezara a dudar de este. “En la curia romana hay gente que trabaja para socavar el informe Sauvé”, alerta Vignon. El presidente de la CEF, Éric de Moulins-Beaufort, viajó a Roma días más tarde y aseguró que el Papa estaba “completamente disponible para recibir a los miembros de la Ciase (…) falta fijar la fecha oportuna”. Algo que todavía no se ha hecho, recuerda Devaux, para quien falta un gesto decidido del Vaticano.
“Si los obispos franceses han reconocido la responsabilidad institucional, porque hay tantas víctimas y es sistémica, el Papa debería ser el primero en reconocer la responsabilidad institucional de la Iglesia católica y obligar a todas las conferencias episcopales del mundo a seguir los pasos de la francesa para reparar”, reclama.
Bélgica, un caso paradigmático en la lucha contra los abusos de la iglesia
En 2010, una cascada de casos de abusos sexuales de menores en el seno de la iglesia conmocionó Bélgica. Y, de inmediato, en este país sede de las instituciones europeas y acostumbrado a marcar el paso en asuntos sociales como el matrimonio homosexual (lo aprobaron antes que España) o la eutanasia (legal desde 2002), los poderes públicos reaccionaron para tratar de que entrara la luz en una materia tan oscura. Pusieron en marcha, entre otras cosas, una comisión parlamentaria para enfrentarse a la omertá de la jerarquía eclesiástica, el mismo camino que ahora, casi 12 años después, comienza a transitar España, espoleada por una investigación de EL PAÍS.
El caso belga fue paradigmático por el enorme número de abusos constatados y también por la forma en que trataron de solucionarlo, con propuestas pioneras, como un centro de arbitraje para resarcir a las víctimas, y recomendaciones cuyos efectos se extienden hasta hoy: una ley de 2019 hizo imprescriptibles los delitos sexuales graves cometidos contra menores (medida recurrida ante la Corte Constitucional, en un casó aún pendiente). A pesar de ello, también hay críticos que denuncian que se desaprovechó la oportunidad y aseguran que aún no ha quedado expuesta “la verdad”.
“Tuvimos que inventarlo todo”, recuerda la socialista Karine Lalieux, hoy ministra de Pensiones e Integración Social, y entonces presidenta de la comisión parlamentaria que se enfrentó a la pederastia. A pesar del horror al que se enfrentaban coloca aquellos días entre los mejores de su carrera política: estaban abriendo camino. “Las autoridades eclesiásticas reconocieron su responsabilidad colectiva en lo ocurrido”, explica en conversación telefónica uno de los mayores logros. “La conclusión, si uno lee el informe de la comisión, es que protegieron a la institución, a los sacerdotes, a los curas, a las órdenes. Y negaron a las víctimas”, añade. “Fue la ley del silencio”.
Los primeros temblores del terremoto de los abusos en Bélgica se sintieron en abril de 2010, cuando el obispo de Brujas, Roger Vangheluwe, de 73 años, no pudo ocultar más lo evidente, lo que incluso altas instancias jerarquía sabían, y confesó: “Cuando todavía era un simple sacerdote y durante algún tiempo al inicio de mi episcopado abusé sexualmente de un joven de mi entorno”. Durante 13 años, décadas atrás, había violado a un sobrino cuyas denuncias fueron ninguneadas por la iglesia; más adelante saldría a la luz que el prelado abusó de otro sobrino, y aún hasta hace poco han aparecido nuevas denuncias contra él. La confesión de Vangheluwe y su renuncia a la dignidad de obispo, que el Papa Benedicto XVI aceptó de inmediato, fueron el seísmo que comenzó a agrietar los muros podridos de la iglesia belga.
En los meses siguientes abandonaron la penumbra centenares de casos, ocultos o acallados de forma sistemática, muchos ya prescritos. Una comisión sobre abusos sexuales creada por la iglesia recibió de pronto un aluvión de denuncias y acabaría publicando un informe en el que constataba la existencia de 507 casos y 504 abusadores, una parte de los cuales, para entonces, ya habían muerto. El grupo más numeroso de denunciantes, añadía el informe, superaban ya los 50 años. La llamada comisión Adriaenssens (por el apellido del psiquiatra que lo dirigió) también dejó constancia del profundo e irreparable sufrimiento de estas víctimas: 13 de ellas se habían quitado la vida y otras seis lo habían intentado.
En paralelo, arrancaron investigaciones periodísticas, que elevaron la cifra de menores abusados hasta los 800, y se pusieron en marcha pesquisas judiciales, que chocaron con la comisión Adriaenssens: se registraron sus dependencias en busca de documentación, lo que supuso su cierre repentino en medio de la polémica. Las investigaciones provocaron incluso un conflicto diplomático con el Vaticano cuando la policía belga irrumpió un día en la cripta de la catedral de Malinas para remover los sepulcros de dos cardenales en busca de secretos que hubieran podido llevarse a la tumba: no hallaron nada.
Pero el terremoto ya estaba en marcha. El aluvión de casos revelados, el escandaloso modus operandi de la iglesia y las sospechas de fallas en las instrucciones judiciales impulsó finalmente la creación, en el parlamento belga, de la llamada “Comisión especial relativa al tratamiento de los abusos sexuales y de los hechos de pedofilia, en particular en el seno de la iglesia”, una iniciativa parecida a la solicitada en enero por Unidas Podemos, ERC y Eh Bildu en el Congreso de los Diputados.
“Lo que está pasando en España es muy similar a lo que vivimos en Bélgica”, valora Stefaan Van Hecke, diputado federal de Groen-Ecolo (los Verdes), que ejerció como vicepresidente de aquella comisión. “Los parlamentarios estábamos conmocionados con todo lo que había ido pasando en 2010 y podíamos hacer dos cosas: decir, vale, no es responsabilidad nuestra; o, al revés, investigar como parlamentarios qué falló y cómo evitar que vuelva a ocurrir”.
En la petición de apertura de la comisión, los diputados belgas dejaron constancia de la indignación que había provocado el informe Adriaenssens. “El alcance y la gravedad de sus revelaciones han sacudido a toda la sociedad”, redactaron los diputados de ocho grupos políticos de todo el espectro parlamentario, desde los democristianos a los independentistas flamencos, pasando por socialistas, liberales y verdes. “Es imprescindible examinar cómo los hechos de pederastia cometidos en el seno de la Iglesia, en el contexto de una relación pastoral, han sido tratados, o no, por la justicia durante todos estos años”, añadía, con lenguaje de compromiso, pero enfatizando que su obligación debería ser “aportar respuestas a las preguntas legítimas que se hacen las víctimas”. La propuesta recibió el apoyo unánime de la cámara federal.
Era noviembre de 2010 cuando dieron inicio sus sesiones; no habían transcurrido ni siete meses desde la confesión del obispo de Brujas. Pero la comisión tenía, según algunos críticos, una mano atada a la espalda. La búsqueda del equilibrio de todo el arco parlamentario, casi un arte en este país fragmentado, impidió que se optara por crear una verdadera comisión de investigación, con amplios poderes, que permite adoptar todas las medidas de investigación previstas en el Código de Procedimiento Penal. Los conservadores eran reticentes a esta opción, potencialmente más severa y se optó, en cambio, por una comisión especial, con atribuciones rebajadas. Se decidió además que no llamarían a declarar ni escucharían el testimonio directo de las víctimas, una postura que, aún hoy, sigue desatando la incomprensión de parte de este colectivo.
“No éramos una comisión de la verdad a la que la gente venía a contar su historia, como la de Sudáfrica”, explica Van Hecke, que personalmente, apostilla, no hubiera tenido problema en escuchar a las víctimas. Lalieux, la expresidenta de la comisión, añade: “Somos parlamentarios, no jueces. No estábamos juzgando a un agresor y a su víctima. Ese no era nuestro rol, ese es el papel de la justicia. Muchos de los casos, valora también, ya habían prescrito. “La justicia ya no podía hacer nada”, y resultaba además complicado decidir a qué víctimas dar voz: “Si escuchamos a una, deberíamos escuchar a centenares. ¿Cómo seleccionas los testimonios?”. En su opinión, una comisión de investigación no fue necesaria: todos los invitados a declarar acudieron.
Gabriel Frippiat, un belga de 63 años, víctima de abusos sexuales en los años setenta, cuando era menor, cree que, sin embargo, que los verdaderos protagonistas no fueron demasiado tenidos en cuenta. “Las víctimas somos el centro del debate en realidad”, asevera al otro lado del hilo telefónico. “Creo que se olvidaron un poco de nosotros. No nos escucharon”. Él asistió como público a la comisión “tres o cuatro veces”. Dice que la iniciativa fue “una buena idea”, que aportó recomendaciones importantes como elevar la prescripción de los delitos, pero reconoce que los políticos se encontraron con un muro. “La Iglesia es muy fuerte”, afirma. Y sobre la jerarquía de la iglesia belga que vio desfilar en la Comisión, añade: “Son unos mentirosos [...] Eran intocables y lo siguen siendo”.
Por la Comisión, cuyo trabajo se desarrolló entre noviembre de 2010 y marzo de 2011, desfilaron decenas de miembros de organizaciones de apoyo a las víctimas, responsables y expertos de relaciones pastorales, incluidos altos dignatarios de la iglesia belga, servicios de policía, miembros del poder judicial, políticos, equipos de atención a víctimas y agresores y especialistas en el secreto profesional. Aunque el 90% de la comisión se centró en los abusos de la iglesia, se abrió el espectro a casos de pederastia en otros contextos con similar relación de autoridad, como el deporte.
Antes de arrancar las sesiones con la jerarquía eclesiástica, los miembros de la comisión (13 titulares y otros 13 suplentes, designados de forma proporcional a los grupos políticos) siguieron un curso de derecho canónico, algo que Van Hecke recomienda. “Fue muy útil porque nos permitió entender por qué se tomaban determinadas decisiones”. También se acompañaron de dos expertos, el presidente emérito de la Corte Constitucional y un profesor especialista en justicia restaurativa.
El informe final, de casi 500 páginas, reprocha con dureza la cultura del silencio: “Desde principios de los años 90, la Iglesia Católica ya no puede esconderse decentemente detrás de la ignorancia de los hechos”, afirma. Y clama contra la “falta de rigor en el tratamiento de los casos de abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes”, anteponiendo “el silencio y la discreción” a “la salud de los niños maltratados” y “reconociendo incluso que existieron estrategias de encubrimiento”.
El informe toca infinidad de palos y propone desde fórmulas para reparar los agravios a mejoras en los protocolos de recogida de testimonios de menores por parte de la policía, grabando la declaración, por ejemplo, para no obligar a repetir a las víctimas los hechos una y otra vez, una medida implantada desde entonces. Tras presentar sus conclusiones, se creó, a petición de la comisión parlamentaria, un centro de arbitraje independiente para recabar denuncias de pederastia, y la Iglesia aceptó también abrir una decena de “puntos de contacto”, a los que las víctimas podían acudir para solicitar una reparación de los delitos prescritos que ya no pudieran ser tratados por los tribunales ordinarios.
El centro de arbitraje, en marcha entre 2012 y 2015, recogió 628 denuncias. A través de los puntos de contacto, dos de los cuales siguen aún abiertos, se han identificado otras 553 denuncias hasta 2020, según la web de la Iglesia belga, que publica informes anuales. Suman 1.181 denuncias en un país de 11,5 millones de habitantes.
Tras su estudio, 937 denuncias han sido aceptadas o consideradas lo suficientemente graves como para tener derecho a una reparación económica. En un informe de 2019, se aseguraba que las víctimas habían recibido en total 4,6 millones de euros; una media de 5.356 euros cada una. Según la gravedad y duración de los abusos, las indemnizaciones pueden llegar a 25.000 euros, la cantidad máxima. De las reparaciones se encarga la fundación Dignity, una entidad que representa a la Iglesia en los procedimientos de arbitraje e indemnización.
Para Van Hecke, el exvicepresidente de la comisión, el centro de arbitraje ha dado la posibilidad de que la iglesia reconozca que la institución o el cura denunciado se equivocaron, que la persona abusada estaba en lo cierto, y compensarlo financieramente. Pero sus efectos van más allá del resarcimiento económico. “Para la víctima es casi más importante tener la confirmación de que lo que dicen y lo que pasó es correcto. Que les digan: ‘Te creemos’. Esto no existía, es algo muy nuevo”. Puede haber críticos, concede, “pero muchas víctimas han estado satisfechas de ir allí; para algunas era incluso la primera vez que hablaban de esto”. Lalieux, la expresidenta, coincide en que fue uno de los grandes logros, cuya instauración costó meses negociar con la Iglesia, y ha despertado interés internacional.
Aun así, años después, hay quienes sienten que se pudo hacer más, como Lieve Halsberghe, una de las personas interrogadas en la comisión parlamentaria, como representante de la rama belga de la asociación estadounidense SNAP (Survivors Network of those Abused by Priests, red de supervivientes de aquellos abusados por curas). Se queja de que no se optase por la comisión dura, la de investigación. “Hay una gran diferencia. Una investigación parlamentaria es como una investigación policial. Así que cuando vas, tienes que decir la verdad y, si no lo haces, se te persigue por mentir”. En la otra, en cambio, uno puede decir lo que quiera sin consecuencias, defiende. “Y esto es exactamente lo que pasó [...] Cuando los obispos y el cardenal vinieron, no recordaban nada”.
Halsberghe, que hoy ya no pertenece a la asociación SNAP, dice que se perdió una oportunidad. “La única forma de resolver esta situación es sacando a la luz la verdad”. Y eso, según cree, solo puede suceder con investigaciones exhaustivas como la del gran jurado de Pensilvania (Estados Unidos), que en 2018 reveló que más de 300 sacerdotes abusaron de niñas y niños durante las últimas siete décadas, y logró identificar a más de 1.000 víctimas infantiles. Mientras tanto, asegura, habrá curas que abusaron, abusan y seguirán abusando de niños.
Australia, indemnizaciones y un monumento
A Romana le encantaba ir a misa cuando era pequeña. “Iba todos los días. Me gustaba levantarme a las seis de la mañana, ir y estar en aquel ambiente”, cuenta. Pero las cosas cambiaron el día en que una monja del colegio católico en el que estudiaba le dijo que fuera a hacer una vista a la rectoría. “Si una monja te decía que tenías que hacer algo, lo hacías sin preguntar”, recuerda. Allí, en la rectoría, un cura la agredió sexualmente. Después de eso, dice, perdió todo interés en ir a la Iglesia y abandonó su fe. “Creo que esa experiencia probablemente tuvo que ver con que interrumpiera mi conexión espiritual”, reflexiona. Su agresión en la década de 1960 es una de las miles de historias terroríficas sacadas a la luz tras cinco años de investigación de los abusos sexuales a menores en Australia.
La comisión real sobre abusos infantiles, anunciada por la primera ministra Julia Guillard en 2012 y apoyada por las dos grandes fuerzas políticas, se creó para averiguar en qué fallaron las organizaciones religiosas, así como la Iglesia católica, los orfanatos, los colegios, los clubs deportivos y otras instituciones laicas de Australia a la hora de proteger a los menores a su cargo. Se formó tras una avalancha de acusaciones de abusos en instituciones de todo el país durante varias décadas, y porque las víctimas reclamaron una investigación.
Se nombraron seis comisionados —entre ellos, dos jueces, un psiquiatra y un exsenador— para que tomaran declaración a las víctimas y en enero de 2013 se abrió la investigación. Las víctimas acogieron bien el proceso, pero no estuvo exento de críticas. Hubo a quien le preocupaba que su cometido —que excluía las formas no sexuales de abuso infantil, como el maltrato físico y el abandono— se quedara corto. “Por supuesto que el maltrato físico y el abandono son malos..., pero hemos tenido que tomar decisiones sobre cómo hacer que este proceso sea manejable y se pueda llevar a cabo en un marco temporal que dé verdadero sentido a las recomendaciones”, argumentó Guillard.
A diferencia de otras comisiones, se permitió a las víctimas vivas que contaran su historia en sesiones privadas y confidenciales en casi 100 lugares por todo el país. Se escuchó a 8.000 víctimas de abusos cometidos en 90 años, las transcripciones ocuparon 45.000 páginas, se atendieron más de 40.000 llamadas y se recibieron 25.000 cartas y correos.
Leah Bromfield, la profesora universitaria responsable de la investigación, sostiene que la comisión fue un “éxito” que podría servir de “modelo” a otros países, como España. “Dar a conocer esta historia sin miedo ni favoritismos ha sido un paso crucial hacia la justicia y la sanación”, valora Bromfield. “Y ha servido para que las instituciones sean más seguras para nuestros hijos”.
El informe final, de 2017, abarca 21 tomos, cifra en 4.000 las instituciones en las que los niños sufrieron abusos e incluye más de 400 recomendaciones. Una de ellas es que la confesión católica de los niños tenga lugar en un lugar abierto delante de otro adulto —entre 1950 y 2015, las acusaciones afectaban a un 7% de los curas católicos de Australia—, y que el Gobierno levante un monumento nacional a las víctimas.
Asimismo, las víctimas tienen derecho a recibir una indemnización económica en el marco de un plan nacional de compensación. Según el Gobierno australiano, hasta junio de 2021 se habían pagado más de 500 millones de dólares australianos (300 millones de euros). Aunque la Conferencia Episcopal acogió con satisfacción sus conclusiones, se negó a respaldar las principales recomendaciones, como el fin del celibato obligatorio y la ruptura del secreto de confesión en caso de que un miembro del clero haya admitido haber cometido abusos sexuales a menores.
Según Bromfield, el resultado más importante de la comisión fue “dar voz a los supervivientes y reducir la estigmatización y los mitos sobre las personas que denuncian los abusos sexuales a niños”. Porque, “normalmente, las víctimas de abuso sexual infantil en las instituciones han vivido dos tragedias: el abuso y el trauma de ser ignoradas, silenciadas y tachadas de mentirosas por los jefes de las instituciones en las que fueron agredidas”.
Las palabras de Bromfield se hacen eco de las del primer ministro australiano Scott Morrison, quien en octubre de 2018 pidió perdón oficialmente en el Parlamento a las víctimas de abuso sexual infantil, lo calificó de “abominación” y lamentó que hubiese permanecido oculto tanto tiempo. “Tenía lugar [el abuso] en cualquier lugar en el que un depredador pensaba que podía salirse con la suya, y los sistemas de las organizaciones lo permitían mirando hacia otro lado”, reconoció Morrison. Y añadió: “Nunca podremos prometer un mundo sin abusadores, pero podemos prometer un país en el que nos comprometamos a escuchar y creer a nuestros niños”.
Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es
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