La cultura religiosa contada a los laicos
La batalla contra la secularización de la Navidad está perdida. Pero sin el hecho religioso no se entiende nuestra historia ni nuestra cultura
Hasta la Navidad sirve aquí para la bronca política. Pedro Sánchez habló de la “fiesta del afecto” y tuvo una réplica airada de Pablo Casado: “¿Tanto les cuesta celebrar el nacimiento de Jesús en un país cristiano, en una civilización occidental?”. Lo mismo, en palabras de Isabel Díaz Ayuso: “Con el nacimiento de Cristo se funda nuestra civilización”, dijo en su felicitación. Son guiños a un sector del electorado disgustado por la pérdida de peso del elemento religioso en una fiesta grande del cristianismo. Claro que, cuando Ayuso llama a “salvar la Navidad” de la pandemia, no piensa en la misa del gallo sino en que las compras compulsivas alivien al sufrido comercio. El papa Francisco es mucho más rotundo: “El consumismo ha secuestrado la Navidad”.
La batalla contra la secularización de estas fiestas —tan celebradas por los creyentes como por ateos, agnósticos o indiferentes— está perdida. Hace décadas que el “felices fiestas” desplazó al “feliz Navidad” en Estados Unidos para integrar la diversidad de credos, porque los judíos celebran a la vez Janucá. Como además muchas iglesias protestantes evitan las figuras sagradas, no se ve tanto allí el católico belén. Su poderosa industria cultural exportó la idea de una Navidad entrañable y familiar pero laica, o quizás transconfesional, incluso a países sin mucha tradición cristiana como India o Japón.
Desde el principio la Navidad tuvo rastro del paganismo. La Iglesia romana puso fecha al nacimiento de Cristo para ocupar el espacio de las saturnales, tiempo de comilonas y regalos. Las celebraciones del solsticio de invierno, que coincide con el final de la cosecha, son muchísimo más antiguas: las piedras de Stonehenge están orientadas para brillar con la luz del último atardecer antes de que el sol empiece a vencer a la oscuridad. La simbología que asociamos al espíritu navideño incluye el abeto, que era un árbol místico para celtas y nórdicos; un montón de referencias a los cuentos escritos por Charles Dickens para humanizar el cruel periodo de la revolución industrial, y hasta un invento de Coca-Cola, ese Santa Claus vestido de rojo.
Hay muchas formas de vivir la Navidad con o sin fe. Pero sí hay algo que lamentar de la secularización: la incultura religiosa en las nuevas generaciones. Hoy muchos jóvenes saben muy poco de Jesús y casi nada de Abraham o Moisés, no digamos de Mahoma, Buda o Confucio. Y no se entiende sin esas figuras nuestro mundo, su arte, su historia, sus tradiciones. La ley Celaá plantea que la cultura de las religiones pueda ser una asignatura en Primaria y Secundaria, pero lo deja a un desarrollo posterior; es una pena, porque muchas comunidades evitarán meterse en ese lío. Enseñar religiones de forma no confesional irrita a los que la quieren siempre confesional.
Eduardo Mendoza ha escrito un interesante ensayo, Las barbas del profeta (Seix Barral), en que muestra su nostalgia por la historia sagrada, que era la versión de la Biblia que se enseñaba a los escolares españoles de su generación. “La primera fuente de verdadera literatura a la que me vi expuesto”, dice, “una historia sin sentido, pero con voluntad de abarcarlo todo”. Y explica: “Los mitos tienen por objeto explicar lo desconocido y lo inconmensurable y la Biblia es el compendio de mitos fundacionales más grande que existe”. No hace falta decir que Mendoza aborda esos relatos desde el escepticismo, cuando no desde el sarcasmo. Pero tiene razón al lamentar que pueda caer en el olvido la enorme huella del hecho religioso en la humanidad.
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