“Digan en Europa que nos tienen que ayudar, que el ébola es real”
43 enfermos luchan por sobrevivir en un centro de aislamiento en Sierra Leona
“Estoy deseando salir de aquí para ver a mi hija, quiero salir para abrazarla”. Hawa Idressa tiene 19 años y hace tres semanas fue trasladada desde el pueblo de Shabewemo, en la provincia de Kailahun en Sierra Leona, a un centro de aislamiento cercano con un cuadro de fiebre y vómitos que hacía presagiar lo peor. No era la única de la familia. Su cuñado también estaba enfermo. “Tenía el ébola, pero mi pequeña Tamo estaba bien, ella no se contagió, gracias a Dios”, contaba ayer Hawa. “Ahora me siento bien, estoy fuerte, me tienen arrestada”, dice con una sonrisa a la doctora Hilda de Klerk, de Médicos Sin Fronteras (MSF). Pero mientras el virus no desaparezca del todo de su organismo, no pueden dejarla ir. A veces hay recaídas. “Que me traigan sardinas”, pide.
Este centro fue construido en diez días en medio de un paisaje agreste. Hubo que cortar 150 árboles. Pero la tala estaba justificada. Kailahun se había convertido en la puerta de entrada del ébola en Sierra Leona después de que a finales de mayo una mujer fuera a un entierro en Gueckedou, en la vecina Guinea, donde el virus ya hacía estragos. A su vuelta enfermó y murió, trayendo la enfermedad consigo. Las personas que la asistieron y enterraron también se contagiaron y la cadena de transmisiones se fue ramificando de unas personas a otras.
Abdulaye Barry, del cercano pueblo de Pendebu, fue uno de ellos. También está ingresado en el centro y parece recuperarse lentamente. “Si sobreviven o no, depende de muchas cosas”, asegura De Klerk, coordinadora de urgencias, “de factores genéticos, de si sufren o no otras dolencias, de si llegan a nosotros a tiempo. No hay cura, pero tratamos sus síntomas, los rehidratamos, les bajamos la fiebre y aliviamos los dolores, y dejamos que su sistema inmunitario haga el resto. Por este centro han pasado 185 personas con ébola y 46 han logrado sobrevivir”.
Nlalo Moiba, un joven de 22 años que estudiaba para ser maestro hasta que el virus se cruzó en su vida, es uno de sus pacientes. “Digan en Europa que nos tienen que ayudar, que el ébola es real y está aquí, por todas partes”, dice. Parece estar en buena forma. “Me encuentro mejor, lo he pasado muy mal aquí dentro, pero sé que saldré pronto”, explica mientras saborea un refresco que le lanzan desde fuera de la zona de aislamiento.
Barry, que estudiaba en la Escuela Metodista, también tiene esperanza. “Ingresé hace cinco días, estaba bastante mal. Pero ahora estoy mejor. Mi hermana Nenen también está aquí, pero saldremos adelante”. Sorprende ver su vitalidad, sus ganas de vivir, en medio de tanta muerte.
El técnico en aguas y saneamiento Sa Koroma, contratado por MSF, pasa diez minutos quitándose el traje especial de protección después de haber estado en la zona de alto riesgo. Cada vez que se quita algún elemento, las botas, las gafas, la mascarilla, debe lavarse las manos con agua clorada. Ha estado habilitando unas literas en la morgue. “Hay muchos cadáveres hoy, tenemos ocho, así que hemos construido una especie de literas para que no estén todos en el suelo”, dice. Su naturalidad sorprende. “No tengo miedo, llevo tiempo haciendo este trabajo y si se respetan las medidas de seguridad no tiene que pasar nada, me siento seguro”, añade.
Cuando los pacientes llegan a este centro porque tienen algún síntoma de la enfermedad, que puede ser fiebre alta, vómitos, diarreas, ojos irritados, dolor muscular o de cabeza, pasan primero a la zona de triaje, donde se les toma la temperatura y se hace una primera revisión. Eso sí, con todas las precauciones. Los médicos no entran en contacto con los enfermos, de los que están a un metro de distancia por un sistema de vallas de plástico. Si se observa que pueden tener ébola, pasan a una segunda zona para casos sospechosos y probables, donde se les realiza la prueba. El laboratorio del centro tarda unas tres horas en tener los resultados y, en el caso de que sea positivo, son ingresados en alguna de las ocho tiendas de lona donde están los enfermos confirmados.
Ayer había 47 personas ingresadas, de las que 43 padecen ébola confirmado en laboratorio. Aquí las medidas de seguridad se respetan de manera escrupulosa. Ni uno solo de los 300 trabajadores locales contratados o de los 25 médicos y enfermeros internacionales de MSF se ha contagiado de la enfermedad, pese a tenerla tan cerca. Los protocolos son estrictos. Hay personal específico para vestir y desvestir a los médicos cada vez que entran o salen, desinfección por todas partes, y las prendas reutilizables del traje de protección, como los guantes o las botas, se lavan con especial cuidado y se ponen a secar al sol.
Siri Baye es una médica noruega de un equipo de Cruz Roja que está recibiendo formación en Kailahun. Es la primera vez que ve el ébola de cerca. “Médicos Sin Fronteras está haciendo un trabajo increíble”, asegura mientras se quita el conocido como traje de astronauta, “ahí dentro todo va más lento, pero es seguro para nosotros. No puedes actuar con los pacientes de manera normal, pero sabes que estás haciendo por ellos todo lo posible”.
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