El arte de contagiar la música de Fernando Argenta
El locutor demostró que el rigor casa con el sentido del espectáculo, que el humor ensalza mucho más a los genios que la pomposidad
Demostró que el rigor casa perfectamente con el sentido del espectáculo, que el humor ensalza mucho más a los genios que la pomposidad destilada habitualmente por ciertos prebostes de la música, que la jovialidad, el encanto, el carisma, son armas de comunicación más efectivas que la rigidez y la gravedad, que los vicios pueden ser más atractivos que las virtudes y que, en fin, por muy celestial o solemne que fuera la música de Bach, por muy insuperable o sublime o fuera de este mundo que resultarán los sonidos creados por Wagner, por Mozart, nunca había que olvidar que se trataba de seres humanos, con sus defectos, sus bajezas, sus escatologías, sus miserias, perfectamente compatibles con el arte.
Quizás porque antes que en nada, Fernando Argenta era un experto en la vida, apasionado, fascinante, culto, gracioso, esencialmente bueno, supo transmitir como nadie el placer de su oficio en beneficio de quienes devorábamos tarde a tarde su magistral sentido de la comunicación en Clásicos populares, en hora más o menos punta, de lunes a viernes. En el programa de Radio Nacional estuvo 32 años, desde 1976.
Transmitió el virus de la gran música a, lo menos, tres generaciones y más de un niño de los que ahora se encuentran en plena adolescencia ha entrado quizás en un mundo que otros se empeñan en demostrar complejo cuando no lo es en absoluto, gracias a sus locas y contagiosas mañanas a cargo de El conciertazo, en La dos de TVE.
Luego fue víctima de un plan nada exquisito de amputación de talentos en el ente. Le prejubilaron por edad, que no por méritos y sus seguidores quedaron huérfanos de su exquisita manera de concebir el oficio. Periodista, melómano, hombre orquesta, medio rockero, se contagió de la música desde la cuna. Su padre, Ataulfo Argenta, se lo supo transmitir desde niño, lo mismo que a sus cuatro hermanas. No en vano ha sido el director español más importante y del que en este año de 2013 se ha celebrado el centenario de su nacimiento en Castro Urdiales (Cantabria).
De Argenta a Argenta, se dio un cordón umbilical curioso que ha resultado fundamental en los últimos 70 años de la historia musical española para crear, fomentar y consolidar públicos incondicionales. Su progenitor se encargó de sembrar en mitad del desierto franquista la afición a un arte huérfano, amputado y cautivo. Labró una carrera internacional con las cualidades del director perfecto: ambición en los repertorios, exquisita sensibilidad, eclecticismo en la variedad de géneros –de la zarzuela a la escuela de Viena, nada se le resistía- y un carisma interior, irresistible para los músicos, y exterior, absolutamente seductor para el público.
La pasada semana, Fernando pudo saber e incluso celebrar ya en mitad de sus últimos suspiros junto a Toñi, su esposa y Ata, su hijo, que el Ayuntamiento de Santander dedicaba una calle a la memoria de su padre. Fue un gesto ejemplar de civismo cargado de simbología por parte de la corporación municipal liderada por Íñigo de la Serna. La ciudad se la arrebataba a un golpista como el general Mola y se la entregaba al músico que alentó, entre otras cosas, la creación del Festival Internacional de Santander. Su hijo pudo vivir para disfrutarlo.
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