Discrepancias creativas, relaciones tóxicas y mucho dinero en juego: por qué solo unos pocos diseñadores tienen el valor de abandonar
A los directores creativos también se les rompe el amor por la moda de tanto usarlo. En un sector marcado por las relaciones de poder hay quien tiene el valor de irse para ganar en salud física y mental. La cuestión es saber decir adiós.
“Para la colección final en su marca homónima, Tom Ford ha recurrido a sus archivos y reedita sus looks favoritos de los últimos 13 años”. No hubo mayores explicaciones, ni notas personales al pie ni media palabra suya al marchar. Tom Ford decía así adiós a finales del pasado abril; tres históricas décadas de carrera en la moda despachadas con el breve comentario de un community manager en el perfil de Instagram de la que ha sido su etiqueta. Como cortar por WhatsApp, como si no le dolieran prendas. Cierto que su abandono se venía rumiando tiempo ha en los corrillos, que ya había amagado con ello, lo que no quitó la sorpresa ante semejante bomba de humo. Menuda despedida a la francesa. Ya lo cantaba Françoise Hardy: Comment te dire adieu.
El texano es el último de una ya extensa lista de creadores en cerrar al salir. No solo deja la firma que fundó junto a Domenico de Sole —que se va con él— en 2005, sino también el oficio que lo puso en el mapa y contribuyó a redefinir. Ojo a su legado, con entrada por derecho propio en los anales, y no por recordarnos aquello de que el sexo vende, o no solo: con él comenzaron los días del diseñador superestrella, dio carta de naturaleza al cargo de director creativo e inauguró la era del prêt-à-porter de lujo en las viejas casas de tradición marroquinera, tras hacerse cargo de las colecciones de mujer y hombre en Gucci (en 1994). Consiguió que pasara prácticamente de la quiebra a facturar 1.000 millones de euros en apenas un lustro. En 1999 impuso su voluntad en Yves Saint Laurent, recién adquirida por François Pinault para apuntalar su entonces floreciente emporio, el grupo PPR (actualmente Kering), del que nuestro hombre salió en 2004 dejando en sus arcas 3.000 millones. Los últimas cifras de su firma homónima no eran en realidad muy boyantes, alrededor de 800 millones de euros, pero hace ahora un año se la vendió a Estée Lauder por 2.500 millones. Tiene para dirigir una nueva película, decidido en firme a dar continuidad a su no menos celebrada carrera en el cine.
Por supuesto, el dinero importa en esta historia. Da la medida actual de una industria, la del vestir, convertida desde entonces en una maquinaria codiciosa que mastica y escupe a sus creadores si no cumplen las expectativas económicas (que se lo pregunten a Frida Giannini, relevo de Ford en Gucci, fulminada en 2014), a la vez que proporciona el colchón financiero que ayuda a la hora de poner tierra de por medio. Lo que desembolsó Claudio Antonioli en 2020 para quedarse con Ann Demeulemeester —nombre, archivo, tienda insignia de Amberes y showroom de París— nunca ha trascendido, pero que la belga puede dedicarse hoy a otros intereses sin agobios gracias a eso es un hecho. Ella sí se despidió, a la antigua usanza, además. “Ha llegado un tiempo nuevo, tanto para mi vida personal como para la marca Ann Demeulemeester. Es hora de emprender caminos separados”, empezaba la carta manuscrita, de su puño y letra, que remitió en 2013 a clientes, amigos y prensa. Ahora le da a la cerámica.
Comprender que una retirada a tiempo es una victoria, he ahí el quid de la cuestión. Supo verlo el mismísimo Cristóbal Balenciaga, consciente de que el viejo orden de la moda en el que medró se desmoronaba ante el avance irresistible de la producción en serie, un modelo de negocio que a él no le interesaba. Cerró su casa de alta costura en 1968, y aquí paz y después gloria (aunque Mona von Bismarck se pasara tres días llorando en su habitación). También su colega Yves Saint Laurent, despedido en olor de multitudes en 2002. “Me digo a mí mismo que he creado el guardarropa de la mujer contemporánea, que he sido participe de la transformación de mi tiempo. Sin embargo, hoy he elegido decir adieu a la profesión que tanto he amado”, concedía en la rueda de prensa previa al desfile postrero en el Pompidou, tranquilo porque el acuerdo de venta de su enseña a Pinault (en 1999) le garantizaba que su nombre en la alta costura no se vería comprometido bajo los designios de otros diseñadores, de ahí que no se le haya dado continuidad a la colección. A Saint Laurent no le gustó el trabajo de Tom Ford en Rive Gauche, la línea de prêt-à-porter, pero, aparte del derecho al pataleo, poco podía hacer. Al menos, no tuvo que enterarse por la prensa de que lo habían sustituido en su casa, como Hubert de Givenchy.
A veces, las de los diseñadores con sus patrones son como relaciones tóxicas de pareja, en las que la fuerza de la costumbre, la comodidad y el miedo a lo que pueda pasar al romper parecen compensar el daño. Hay que tener arrestos, claro, para renunciar no ya a una ocupación (bien) remunerada, sino antes a la que ha sido la pasión, el gran amor de tu vida. Se gana, eso sí, en salud física y mental. Harto de discutir con Patrizio Bertelli y de ver cómo iban desmantelando su etiqueta de culto (poco rentable según las cuentas del grupo Prada, su accionista mayoritario desde 1999), Helmut Lang cogió la puerta en 2005. Refugiado en su mansión de 15 millones de euros en East Hampton, que compró con el primer cheque de Prada, el austriaco se dedica al arte conceptual. Martin Margiela ni siquiera esperó a que surgiera el enfrentamiento con Renzo Rosso, capo del grupo Only The Brave que en 2003 entró al trapo de la maison del belga: en 2009, dos décadas después de fundar la más influyente de las firmas de la moda contemporánea, hacía discreto mutis por el foro. No ha vuelto al negocio, al contrario que esa Jil Sander, tres veces entrando y saliendo de la que fuera su casa tras quedársela Prada y que aún se aparece (último avistamiento, en Uniqlo), o Jean-Paul Gaultier, que aún se pasea por su casa a pesar de haberse jubilado hace tres años.
No, en las cosas del vestir, irse para no volver tampoco es fácil. “De la moda no se sale. Mira que sé de drogas, pero la más dura de todas es esta. ¿Cómo te vas a sacar lo que llevas en las venas?”, le contaba Antonio Alvarado a este periodista cuando lo proclamaron Premio Nacional de Diseño de Moda en 2021. El alicantino dio por zanjada una disruptiva trayectoria de cuatro décadas en 2011, harto de bregar con el capital. No fue el caso de Miguel Adrover, aunque se contara así: rompió la baraja cuando el grupo Pegasus le propuso buscar nuevos socios capitalistas y decidió seguir en solitario a partir de 2003, hasta su portazo definitivo, tras una década de autofinanciación. El mallorquín vive feliz consagrado a su huerta, sus perros y sus gallinas. Este periodista le preguntó una vez si consideraría volver. Respuesta: “Mira, no voy a limpiarle el culo a nadie”.
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