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Su hijo fue diagnosticado con una enfermedad rara, ella estudió neurología para investigarla

Terry Jo Bichell sentía que nadie estaba investigando el trastorno de su pequeño, el síndrome de Angelman, así que a sus 47 años se matriculó en neurología para impulsar ensayos científicos

Terry Jo Bichell, doctora en neurociencia, en su laboratorio de Nashville (EE UU). Imagen cedida por la investigadora.
Terry Jo Bichell, doctora en neurociencia, en su laboratorio de Nashville (EE UU). Imagen cedida por la investigadora. Wes Duenkel
Enrique Alpañés

La risa fue el primer síntoma, la extraña señal de que algo no iba bien. Lou empezó a sonreír con apenas un mes cuando lo normal es hacerlo con dos o tres. A veces irrumpía en sonoras carcajadas sin motivo. Terry Jo Bichell sospechaba que a su niño le pasaba algo, pero ningún padre se preocupa por tener un niño demasiado risueño. Y, sin embargo, había otras cosas. Cosas pequeñas. Lou dormía fatal, tenía los ojos azules (ella y su marido los tienen marrones) y apagados, apenas seguía a su madre con la mirada. Bichell fue rumiando las palabras hasta que se le hicieron bola y finalmente, a los tres meses, las escupió: “Algo raro le pasa a mi bebé”. La reacción fue unánime y decepcionante. “Todo el mundo pensó que estaba loca, incluido mi marido [un reputado cardiólogo infantil]”, recuerda 25 años después por videoconferencia desde su rancho en Nashville (EE UU). Terry no era precisamente una madre primeriza e hipocondriaca. Había tenido cuatro niñas antes. Era matrona, por sus brazos habían pasado cientos de bebés. Había enseñado a amamantar a muchas mujeres, pero a ella le resultaba imposible hacerlo con Lou. Una vez más, no era algo excepcional, pero la lista de peculiaridades de su hijo seguía creciendo, y también su preocupación.

Al cumplir un año, los síntomas del pequeño no podían ignorarse. Lou no establecía ningún tipo de conexión social. Tenía un ligero pero constante temblor. Y no se mantenía sentado. Bichell recuerda que en casa tenían un libro, un manual de enfermedades genéticas: “A finales de los noventa, internet no estaba tan desarrollado, así que mirábamos ese libro una y otra vez. Y siempre que íbamos a la página del síndrome de Angelman, que es una más de las 400 del libro, yo pensaba: ‘Lo cierto es que se parece a estos niños”. Hoy, en la reedición de este manual médico, la foto que aparece al lado de la definición es la de Lou.

El síndrome de Angelman es un trastorno del desarrollo con síntomas como deterioro de la función motora, habla limitada, convulsiones, dificultad para dormir y una risa constante y dislocada, una de las pocas formas que tienen para comunicarse. Afecta a uno de entre cada 12.000 o 20.000 niños y no se conoce ninguna cura. A finales de los noventa, los científicos identificaron su causa: una mutación en el gen UBE3A, ubicado en el cromosoma 15. La mayoría de las personas tienen copias maternas y paternas de UBE3A, y la afección suele ser el resultado de la ausencia o daño de la copia materna.

Bichell se enteró de este diagnóstico tras un análisis genético. Era el año 2000 y ella estaba en San Miguel de Allende (México), donde enseñaba en una escuela de partería. Estaba con su madre y sus hijos mientras su marido asimilaba la noticia solo, en su casa de Estados Unidos. “Se lo tomó fatal. Pero para mí, en cierta medida, fue un alivio. Ahora sabía qué le pasaba, podía ponerme a trabajar en ello y aprender”, recuerda. La primera forma de hacerlo fue la habitual: buscar en Google. La segunda, años después, fue algo más inusual. Bichell volvió a la universidad, estudió neurología y empezó a participar en ensayos clínicos para buscar una cura al síndrome de Angelman.

La implicación de Bichell fue gradual. Empezó recaudando fondos para proyectos de investigación sobre la enfermedad. Y poco a poco se fue involucrando. Ella no tenía los conocimientos, pero sí las ganas y los contactos. Así que entrevistó a más de 100 familias de niños afectados de este síndrome para crear una base de datos que otros pudieran usar para sus estudios. Una de ellas fue la de la española María Galán. Ella tuvo menos suerte y realizó una peregrinación de ocho años por médicos y especialistas hasta conseguir un diagnóstico. Su hija, que hoy tiene 40 años, fue el primer caso de Angelman en España. En estas situaciones, explica Galán, organizarse es importante. Y Bichell es una organizadora nata.

Después de crear una base de datos, localizó a un genetista que estaba investigando la enfermedad en ratones, viendo sus posibles nexos de unión con el párkinson. Roger J Colbran, profesor de Fisiología Molecular y Biofísica en la Universidad de Vanderbilt (EE UU), y Bichell empezaron a colaborar. Ella le ayudó a poner en marcha un experimento con células de ratones aquejados del síndrome, con el que probaron una batería de medicamentos para ver si respondía a alguno. Parecía prometedor, pero aquello no funcionó.

Terry Jo Bichell el día de su graduación junto a su hijo, Lou
Terry Jo Bichell el día de su graduación junto a su hijo, Lou

Eran los primeros años del siglo y las células madre empezaban a ser usadas en investigación, así que Bichell pensó que, aunque el experimento no había funcionado con ratones, igual sí lo haría con tejido humano. “Sabía que era lo que tenía que hacer y pensaba que si no lo hacía yo, nadie lo haría. Así que decidí volver a la escuela y convertir esta idea en mi proyecto de doctorado”, dice. Bichell iba a fabricar células madre de Angelman a partir de las muestras de piel de todas las familias que había conocido. Iban a convertirlas en neuronas, ponerlas en un recipiente y “bombardearlas con todos los medicamentos y compuestos conocidos por el hombre”. Entonces verían qué célula se encendía y entenderían cómo tratar la enfermedad: así Lou tendría una oportunidad. Pero la realidad resultó ser un poco más complicada.

Mamá de día, científica de noche

A los 49 años, Terry Jo Bichell se matriculó en un doctorado en neurociencia en la Universidad de Vanderbilt. De repente se encontró haciendo los deberes junto con sus hijas pequeñas. Cuidando de Lou, que ya iba a un instituto público gracias a la ayuda de un asistente. Empezaron a ceder la habitación a estudiantes y músicos —”Esto es Nahsville, la capital del country”, explica Bichell— a cambio de que les echaran una mano con Lou, que desarrolló un curioso gusto por el jazz y el country.

Bichell era estudiante, investigadora y mamá a tiempo completo. Compaginaba las tareas de la casa con las del laboratorio. “Yo diría que fue estresante”, recuerda con una sonrisa. Al volver a casa de la universidad preparaba la cena, ayudaba a Lou y ejercía de madre. Cuando era la hora de irse a la cama, a eso de las nueve, regresaba al laboratorio. “Y ahí podía estar hasta la una de la madrugada”, explica. Volvía y le daba el relevo a su marido durmiendo junto a Lou, que por su enfermedad tiene problemas de insomnio. Después se despertaba a las seis de la mañana y vuelta a empezar.

Mientras Bichell estaba en la escuela, otros investigadores estadounidenses llevaron a cabo con éxito el experimento que ella tenía en mente cuando se matriculó en neurología. “Lo lideraba un chico brillante, Ben Philpot. Fue un trabajo hermoso y lo cambió prácticamente todo”, explica ella. Eran buenas noticias para los pacientes de Angelman, pero ella ahora tenía que buscar otra aproximación a la investigación.

Bichell encontró la inspiración en sus noches de insomnio junto a su hijo. Ella sospechaba que el síndrome estaba relacionado con los ritmos circadianos, de ahí la dificultad de los enfermos para dormir. Así que reorientó sus estudios hacia ahí. Los dos últimos años de carrera tenía que elegir un laboratorio que le financiara su tesis y la cosa pareció funcionar durante un tiempo. Pero cuando el investigador principal decidió abandonar el proyecto, Bichell perdió los fondos. Llevaba cinco años luchando para llegar a este punto y de repente, todo se vino abajo.

Después de mucho buscar, encontró un laboratorio que quiso hacerse cargo de su formación, pero tendría que estudiar la enfermedad de Huntington, una condición neurodegenerativa hereditaria. No tenía ninguna relación con el síndrome de Angelman. No serviría para ayudar a Lou, pero era la única forma de terminar su doctorado. En retrospectiva, ahora aprecia el cambio, que amplió su mentalidad y le hizo pensar de manera más global.

Y tampoco es que dejase aparcada su investigación. “Recorrí toda la universidad buscando a alguien que pudiera continuar con ella”, explica. Encontró al doctor Carl Johnson, un experto en ritmos circadianos, que sabía poco sobre el síndrome de Angelman. Johnson recibió una pequeña subvención para respaldar las investigaciones y acabó publicando dos estudios científicos que mostraron que Bichell estaba en lo cierto.

En la actualidad, es la fundadora de Combined Brain, una organización sin ánimo de lucro que conecta a grupos de pacientes con médicos, investigadores y compañías farmacéuticas. Está involucrada en varios estudios sobre el síndrome de Angelman. Tiene una granja con un caballo, un burro, gallinas y abejas. Cuida de Lou y de sus nietos e imparte un curso de neurociencia traslacional en la Universidad de Vanderbilt, en la que finalmente se doctoró en 2015, a los 55 años.

Bichell confía en que en algún momento se encontrará un tratamiento que “cambie la enfermedad” para siempre. Pero de momento eso no ha sucedido. El pasado mes de julio, Ben Philpot, aquel “chico brillante”, publicó un nuevo estudio en Nature en el que identificaban un potencial tratamiento para la enfermedad. Lou participa como voluntario en muchos de estos estudios. Ahora tiene 25 años. Su discurso se limita a tres palabras: “mamá”, “papá” y “iPad”, la herramienta que usa para comunicarse. A través de una aplicación diseñada para personas que no hablan, puede construir oraciones cortas. No se le puede dejar solo en una habitación.

Cuando se le pregunta cómo ayudó a su hijo el hecho de que ella estudiara neurología, Terry Jo Bichell reflexiona. “Esa es una buena pregunta para la que no tengo respuesta. No lo sé”, concluye. Mientras iba estudiando, veía que Lou se hacía mayor, que los experimentos no terminaban de cristalizar en un tratamiento concreto y efectivo. “Cuando terminé el doctorado, Lou tenía 17 años. Probablemente, ya no había solución entonces. Pero quizá ese sea su legado, quizá sea el mío también. Puede que sea tarde para él, pero no para otros”, contesta, recuperando la sonrisa.

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar
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