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Un final sin arrepentidos

Los líderes principales del 'procés' advierten de que, si tuvieran de nuevo la oportunidad, volverían a hacerlo

A las cuatro de la tarde del último día, la justicia y la poesía terminan dándose la mano. Ha querido la casualidad que durante la sesión de la mañana no haya sido posible terminar con los alegatos finales de los abogados defensores. De ahí que, cuando los próceres actuales del independentismo —Torra, Torrent, Aragonès, Rufián, Borràs y la consejera famosa por no aceptar preguntas en español— llegan a la sala dispuestos a escuchar las últimas palabras de sus líderes presos, lo que se encuentran es un panorama distinto. El juez Marchena da la palabra a Joan Segarra, el joven abogado de Santi Vila, aquel consejero de Puigdemont que intentó evitar a toda costa el choque de trenes, convertirse en el héroe de la retirada, pero que al percatarse de su fracaso se tiró en marcha en el último momento, evitando la cárcel pero adquiriendo a cambio el estigma del traidor. Una mancha de sospecha, la del agente doble, que lo acompaña desde entonces y que durante el juicio le ha obligado a mendigar incluso el saludo de los que sí optaron por el precipicio.

—No puedo terminar mi informe —concluye el abogado Segarra— sin hacer una mención especial al magistrado Luciano Varela, magnífico jurista y firme defensor de las garantías del derecho de defensa que culmina su trayectoria con este juicio. Muchas gracias y mucha suerte.

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Torra y los suyos no salen de su asombro. La justicia poética ha querido que, antes de asistir a la renovación de los votos secesionistas de los acusados —“todo lo que hice lo volvería a hacer”, llega a decir Cuixart en las narices del tribunal—, no tengan más remedio que contemplar una aproximación, aunque breve, a un juicio normal. Dícese de aquel en que los acusados y sus abogados intentan por todos los medios salvarse de la quema, convencer al tribunal de su inocencia y guardar las elementales normas de cortesía y respeto. Lo que, por ejemplo, ha llevado a la práctica durante las últimas 52 sesiones el abogado Javier Melero, contratado por el exconsejero Joaquim Forn —tan independentista como los demás— para que convenza al tribunal de que, si cometió algún error, lo hizo sin ánimo de delinquir. Es, de hecho, lo que dice Forn cuando el juez Marchena le pregunta, como al resto de los acusados, si quiere decir la última palabra:

—¿Tiene usted algo que añadir a lo que ha dicho su letrado?

Forn, como los demás, dice que sí. Ya para entonces Junqueras ha utilizado su último turno —los juicios penales son circulares, empiezan y terminan con las declaraciones de los acusados— para insistir en su perfil de hombre bueno, de buen cristiano incluso, y Romeva, a cuyo proceso de beatificación en vida ha asistido la sala en directo, para dar un mitin en el que ha arremetido contra los fiscales. Forn, que toma la palabra en tercer lugar, no hace ni lo uno ni lo otro. Sin renegar de sus convicciones, lo que hace sencillamente es decir que, si cometió alguna falta o incluso un delito, no fue su intención. No quiso atentar ni contra las leyes ni contra los hombres:

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—Niego rotundamente que mi objetivo fuera liquidar la Constitución a través de la violencia. Siempre pensé en una salida pactada. Puedo haber cometido errores, pero en ningún caso he comprometido la seguridad de las personas…

No es esto, no, lo que venía a escuchar Torra, que se remueve inquieto en su asiento hasta que, por fin, llega el turno de la maquinaria pesada. Rull, Turull, Sànchez, Cuixart. Ni un ápice de arrepentimiento, ni una sombra de duda, ni un paso atrás. Cuando Marchena pregunta al todavía líder de Òmnium Cultural si quiere utilizar su derecho a la última palabra, Cuixart se acerca a la silla colocada delante del tribunal y dice alto y claro:

—No hay ningún tipo de arrepentimiento. Todo lo que hice lo volvería a hacer. Acepto mis actos y también las consecuencias.

No como Puigdemont, le falta decir.

Si esto fuese un juicio normal, con abogados contratados con el legítimo objetivo de salvar de la cárcel a sus clientes, muchos de ellos se habrían, como mínimo, desmayado. Pero las palabras finales de Sànchez, de Rull, de Turull y, sobre todo, de Cuixart no hacen más que subrayar que esto —diga lo que diga la sentencia que caerá en otoño— no ha hecho más que empezar.

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