Los niños que España no quiere
El desafío de acoger a 12.500 menores inmigrantes lleva al PP y al Gobierno a apostar por su repatriación
El PP acaba de presentar en el Congreso un “plan de choque” para agilizar y priorizar la repatriación de los niños inmigrantes porque “donde mejor están es con sus familias”. La llegada en 2018 de unos 6.000 menores ha expuesto los fallos de los sistemas de protección de las comunidades autónomas y ha revelado, en muchos casos, que a políticos y vecinos les incomoda su presencia.
El Gobierno ha repartido entre comunidades 40 millones de euros para compensar la acogida de cerca de 12.500 niños inmigrantes que se calcula que viven en España, pero no hay noticias todavía del plan que anunció para mejorar su atención y trabajar en su inclusión. Sí han surgido iniciativas para devolverlos por donde han venido. No tan alejado de la fórmula del PP, el Ejecutivo socialista también quiere repatriar a los niños y negocia con Marruecos el retorno concertado de sus menores. "Hay líneas rojas que ningún político debe pasar como plantearse repatriar a niñas que escapan de matrimonios forzosos, niños que huyen de situaciones de extrema pobreza, violencia o imposibilidad de forjarse un futuro con un mínimo de dignidad”, defiende Lourdes Reyzábal, presidenta de Fundación Raíces, una organización que lleva 20 años trabajando con menores de edad en riesgo de exclusión.
Algunos de estos niños, ajenos a estrategias políticas y con nombres ficticios, advierten de que, si de ellos depende, no van a volver. “Escucharlos se hace indispensable si queremos que primen las políticas de protección a la infancia frente al control de nuestras fronteras”, advierte Reyzábal.
“Los niños marroquíes no tenemos miedo a nada”. Anass es uno de los niños marroquíes que duerme en los alrededores de la Puerta del Sol de Madrid. Coge los cartones que dejan en la calle los comercios y se abriga con una chaqueta sin cremallera. A sus 14 años se escapó del centro de menores. “Allí me pegan. No pienso volver”, desafía. Hace más de un año que Anass salió de su casa sin avisar y con apenas un paquete de tabaco en el bolsillo. “Quería hacer otra vida, tener papeles, conseguir un trabajo”, cuenta tiritando. Sus amigos, que ayudan en la traducción, asienten. “En Marruecos. Aunque estudies, no tienes trabajo”, aseguran. Anass dejó de ir al colegio a los 12 años y se convirtió en un niño rebelde. Escondido en los bajos de un autobús llegó a Ceuta y, dos días más tarde, a Algeciras, cuenta con naturalidad. “Los niños marroquíes no tenemos miedo de nada”.
“Siempre pienso que no me van a querer”. A Arcange le encantan las novelas románticas. Le fascinan sus finales felices y la mujer como princesa. Pero su versión de una historia de amor, la que le obligó a huir de Camerún, nunca aparecería en sus libros. Tiene 16 y hace dos sus padres le dijeron que se casaría con un señor mayor. La imposición, que se sumaba a otros problemas graves en casa, la rompió en dos.
—¿Por qué crees que no puedes tener un romance de cuento?
—Siempre pienso que no me van a querer.
Arcange, que aún aparenta ser una niña, huyó de su casa gracias a su madrina. Pasó un año escondida en Camerún y en agosto de 2017 tomó un avión hasta el aeropuerto madrileño. Viajaba con un pasaporte falso de mayor edad para que la dejasen viajar sin la autorización de sus padres. Nada más desembarcar se acercó a los policías: “No tengo adonde ir”. Ese día durmió en el aeropuerto. Arcange fue identificada como menor y posible víctima de trata, aunque ella no sabe qué significa eso. Su drama, del que se recupera con una psicóloga, era otro. “Aún siento miedo, pero aquí creo que no va a pasarme lo que viví en mi país”, mantiene.
El sistema convirtió a Arcange en adulta. Tras someterse a las pruebas forenses para determinar su edad, criticadas por su amplio margen de error, un forense y un fiscal determinaron que tenía 18 años. Dejó de ser una niña protegida. “Mañana te vas de aquí”, le dijeron en el centro donde estaba acogida. “Lloré mucho”, recuerda.
Arcange, que se ha visto obligada a solicitar asilo como adulta y desde entonces vive con mujeres mucho mayores que ella, estudia su segundo año de informática y prepara el graduado escolar. Sueña con ir a la universidad y convertirse en una economista de prestigio, pero tuerce el gesto y asegura que nunca lo conseguirá: “Es un sueño muy difícil”.
“Nunca hice cosas de niño”. Las calles del barrio de Mustafá, en la frontera marroquí con Ceuta, se vaciaban de chicos de su edad. Sus amigos ya habían partido en busca de una nueva vida y él no quería hacerse mayor allí. “En mi familia éramos cinco, no teníamos habitaciones y dormíamos todos en el salón”, cuenta. “Nunca hice cosas de niño. Dejé de ir al colegio a los diez años. Vendía ropa en la calle”.
Al cumplir 14 años, Mustafá avisó a su madre de que se iba. Esta miró al cielo y empezó a llorar. “Me dijo que no lo hiciese, pero esa noche ya no dormí en casa”. Pocos días después ya se había colado por la frontera de Ceuta, donde pasó dos años entre un centro de menores y la calle. Recuerda aquella época como una pesadilla, acosado por las mafias que querían obligarlo a vender droga. “Me pegaron mucho”.
Tras un mes intentándolo, se enganchó a los bajos de un camión, llegó a Algeciras y en una semana estaba en un autobús a Madrid, donde aterrizó en el centro de recepción del barrio de Hortaleza, expuesto por el hacinamiento y del que muchos jóvenes prefieren huir. “Siempre me sentí tratado como un perro”, se queja él, que relata maltrato físico y psicológico por parte de los vigilantes. La Comunidad de Madrid afirma que desconoce casos de agresiones recientes, mientras Fundación Raíces asegura haber interpuesto ocho denuncias de varios niños.
En diciembre, Mustafá, tras varios meses durmiendo en la calle, cumplió 18 años en un centro para menores infractores por un robo con intimidación que asegura que no cometió y que aún debe juzgarse. Durante los años que ha estado tutelado, no ha recibido más que un curso de pescadería. Su sueño es, algún día, poder enviar dinero a su familia.
“Me he hecho mayor en este viaje”. Ibrahim perdió a su madre en un accidente con solo dos años y a su padre, enfermo, cuatro años después. No recuerda su vida en familia, en el interior de Guinea. “Me siento muy solo”, lamenta. El chico dejó la escuela por falta de recursos con siete años y con 13 decidió partir sin decírselo nadie. Atravesó Malí en un camión y llegó a Argelia, donde trabajó como obrero durante un año. Dice que no era un esclavo, pero dormía en la obra y sus jefes le robaban el salario. “A nosotros, los negros, no sé por qué, nos trataban mal”.
Ibrahim llegó a España a través de Melilla en 2016 y fingió ser mayor de edad; nadie lo puso en duda a pesar de su aspecto. “Solo quería salir de allí cuanto antes y llegar a Madrid”. Cuando llegó a la capital en autobús, en 2017, y decidió contar la verdad, las pruebas de determinación de edad también le convirtieron en adulto. Hoy, en un piso de acogida en Madrid, se levanta a las seis de la mañana para ir a clases de mecánica y aspira a especializarse. Tiene una novia madrileña y muchos amigos en su barrio. No se queja de nada. “Me he hecho mayor en este viaje. He mejorado en la actitud y en los estudios”. La aventura de Ibrahim, como la de tantos otros, no acaba aquí, mucho menos en su país. “Cuando pueda me marcharé a Canadá”.
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