Paisaje catalán con rebelión al fondo
El peligro es que la rebelión interminable termine generando una división también interminable, entre las dos Cataluñas enfrentadas, casi al 50 por ciento
Muchas han sido las revueltas y rebeliones protagonizadas por los catalanes, especialmente en épocas turbulentas como fue buena parte del siglo XIX. Pero solo en cuatro ocasiones las rebeliones han intentado organizar un poder institucional alternativo y propio. Este fue el caso en 1640, en la guerra dels Segadors, que llevó a una efímera república sometida a la soberanía francesa. También fue el caso de la guerra de sucesión, concluida en 1714 con la caída de Barcelona, en la que también hubo un intento de organizar un Estado catalán independiente. Y también lo fue el todavía más efímero de 1934, cuando Lluís Companys proclamó la república catalana dentro de la federación española, en los prolegómenos de una Guerra Civil en la que la revolución social proporcionó, a partir de 1936 y durante unos pocos meses, lo más semejante a un Gobierno de facto independiente que ha tenido Cataluña en su historia.
En la actual ocasión, a diferencia de todas las anteriores, la intentona independentista no ha sido fruto de una improvisación ni resultado de una actitud meramente reactiva ante situaciones bélicas o ante medidas tomadas por el Estado central, sino de una larga, estudiada y laboriosa preparación, con abundante movilización de medios materiales, uso de las instituciones catalanas constitucionales y participación de centenares de miles de ciudadanos. En todas las otras ocasiones anteriores también se puede observar la entrada en acción de intereses internacionales, que en el caso de la Segunda República no cristalizaron hasta la Guerra Civil, cuando facciones secesionistas llegaron a tantear la negociación de una paz aparte y un reconocimiento de una Cataluña separada de España, tanto con los aliados como con el eje nazifascista. Mientras que en el caso actual es exactamente lo contrario: se trata de un conflicto estrictamente interno, cuyos organizadores intentaron internacionalizarlo y convertirlo en un conflicto europeo.
No hay que esforzarse mucho para reconocer que se trata de una rebelión. La lista de desobediencias a los tribunales y, en concreto, al Tribunal Constitucional es impresionante, desde la ley de consultas no refrendarias de 2014 hasta la declaración de independencia de 2017, aunque el momento crucial se produjo en las jornadas del 6 y 7 de septiembre, cuando una mayoría de los diputados del Parlamento catalán aprobaron la ley del referéndum de autodeterminación y la ley de transición hacia la república catalana. Desatendiendo los requerimientos de todas las instancias jurídicas, desde el Constitucional hasta los letrados de la cámara, pasando por el Consejo de Garantías Estatutarias, y sin tener en cuenta las recomendaciones del Consejo de Europa y de la Comisión Europea, la mayoría independentista quiso anular la vigencia del Estatuto de Cataluña y de la Constitución española en el territorio catalán, en un acto que se asemeja a un autogolpe, en el sentido de que una institución del Estado como es la Generalitat de Cataluña pretende imponer unilateralmente su autoridad sobre las instituciones y el Gobierno de España.
Que sea una rebelión en términos políticos, como se argumenta en estas páginas, no significa que lo sea desde el punto de vista del Código Penal español, en el que se establece la necesidad de la acción violenta para que pueda considerarse la existencia de tal figura delictiva, de la que se derivan tanto el encarcelamiento provisional sin fianza de los dirigentes incriminados como la petición fiscal de condenas a 30 años de prisión. Este hecho, que deberá ser dilucidado por la justicia española, ha procurado ya los mayores éxitos internacionales del secesionismo, cuando tribunales de Bélgica, Alemania, Escocia y Suiza han mostrado su reticencia o su abierta oposición a tal figura penal, de forma que no puede descartarse que finalmente los delitos por los que sean acusados y condenados sean los de conspiración para la rebelión, sedición o sencillamente desobediencia, prevaricación y malversación de fondos públicos.
Va a pesar jurídicamente que los rebeldes no hayan conseguido su objetivo, sino todo lo contrario. Sus líderes se hallan encarcelados o huidos al extranjero. Proclamaron la república, pero a continuación no supieron qué hacer con ella y se fueron de fin de semana. Tras la suspensión del Gobierno y del Parlamento, consiguieron de nuevo una mayoría parlamentaria para gobernar, pero tampoco supieron qué hacer con ella, ni siquiera saben muy bien si sigue interesándoles el gobierno de una autonomía que consideran despreciable en comparación con sus ensueños independentistas. Pero la rebelión es un hecho de difícil reversión y ha llegado para quedarse. Hay un Gobierno rebelde, elegido por una mayoría parlamentaria rebelde y con un extenso apoyo de una rebelión de fuertes raíces populares, asentada en la Cataluña interior, “el territorio”, y en las clases medias más catalanas por sus apellidos y por su lengua.
La rebelión tuvo su momento álgido, que fue el primero de octubre, convertido en símbolo e incluso fecha mitificada del independentismo. A pesar del descalabro del 27 de octubre, con la huida del Gobierno tras una proclamación sin consecuencias de la república, la rebelión ha seguido como proyecto organizado, expresado especialmente en los Comités de Defensa de la República implantados en todo el territorio catalán y en las extensas protestas contra el encarcelamiento y el exilio de los dirigentes. Más allá del futuro que tengan estas protestas, cabe esperar incluso que la rebelión prosiga al menos durante la celebración del juicio contra los dirigentes independentistas mientras no sean excarcelados, ya sea por su absolución o por los indultos que puedan producirse.
Siendo muchas sus fortalezas, esta rebelión interminable también ha creado sus némesis, fruto de los mayores fracasos del independentismo. En vez de suscitar simpatías internacionales, la Cataluña independentista se ha encontrado con el rechazo de las instituciones y de los estados europeos. El sueño de prosperidad de la Cataluña separada ha recibido el golpe de la fuga masiva de empresas y, sobre todo, de sus dos grandes bancos, Bancaixa y Sabadell, que han traslado sus sedes sociales fuera del país donde nacieron. En vez de la Cataluña unida, “un solo pueblo” en expresión de la mitología independentista, ha surgido con fuerza por primera vez en la historia una Cataluña que se reivindica como española en su lengua y en su identidad, liderada por un partido fundado por catalanes en reacción a la fuga hacia adelante secesionista. Este es el caso de Ciudadanos, elevado en las últimas elecciones del 21-D de 2017 a la categoría del partido más votado y el que tiene la responsabilidad de la oposición parlamentaria.
El peligro que acecha ahora a Cataluña es que la rebelión interminable termine generando una división también interminable, entre las dos Cataluñas enfrentadas, casi al 50 por ciento, en una deriva claramente identitaria, ajena a la historia del catalanismo y promesa de una segura decadencia para un país que se había caracterizado por su capacidad de integración de los recién llegados, la convivencia entre las dos lenguas habladas por sus habitantes y la identificación entre su apego al autogobierno y la democracia española. Quien más sufrirá los efectos de esta Cataluña dividida será la capital, Barcelona, vanguardia del cosmopolitismo y de la multiculturalidad, ahora asediada por un independentismo fuertemente asentado en la profundidad del territorio y a la espera de intentar el asalto final a la alcaldía de la capital en las elecciones municipales.
Extracto del libro La rebelión interminable. El año de la secesión catalana (Catarata).
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