España, aparta de mí este cáliz
Imaginemos que ese insulto se dijera de los gallegos, o de los canarios, y lo dijera alguien que aspira a una magistratura desde la que hará lo posible por hacer que el otro calle
Es tan grave el insulto, tan pesado. Imaginemos que se dice de los gallegos, o de los canarios, o de ti mismo que lees, desde cualquier silla de tu propio mundo, que eres sinvergüenza o ladrón, que tu idioma es basura, o que tu universo es maleducado o faltón, “horrible”, y eso te lo dice alguien que aspira a la magistratura desde la que él mismo hará lo posible por hacer desde su supremacía que el otro calle, o se vaya, “aquí no caben todos”.
Si eso sucediera, si eso hubiera pasado (y está pasando), sería horrendo, saltarías de la silla y dirías: “Eso no puede ser”. Y si eres progresista, de izquierdas como antiguamente, preguntarías en qué fila habría que ponerse para protestar, como protestabas contra los fascistas de Hitler y de Mussolini y de Franco, aunque ya se hubieran muerto, pues así se burlaban de la identidad ajena, de su lengua y de su poesía, y con esos argumentos de supremacía en su día arrasaron a los vecinos de Alemania, a los conciudadanos de Italia y a los españoles por los que levantaste la voz y la sigues levantando. A un poeta lo mataron, después de burlarse. Lo siguieron haciendo, desde la supremacía.
Lo que pasa es que ahora ese republicano católico de la supremacía levanta su voz contra España, donde estamos, y a España ya le cruzaron la cara y la bandera con la palabra fascista y cualquier cosa que pase aquí abajo (debajo de muy abajo, el supremacista dice que más abajo no puede haber nada: lo dice y no lo desdice, y dice, además, que él pensaba “que no me leía nadie”) es menor y barriobajera e inculta y además dicha horriblemente en un lenguaje que ojalá no vuelva a aparecer jamás por el territorio de la supremacía. Eso dijo y dice y no lo desdice.
Imaginemos, pues, que estás sentado en esa silla desde la que miras a España aún con el desdén de los tópicos que la propia España fabricó contra ella; contento de tener razón frente a este Estado fallido y tan torpe escuchas esos denuestos de quien recoge el espíritu santo aposentado en Berlín, asistido de veras por la imagen de la moreneta, y se apresta a presentarse ante su parlamento para recoger (provisionalmente) el testigo, para hacerse cargo del legado de despotismo que incluye, también, el desprecio a los que no piensan lo mismo, y sigues en la silla y no te conmueves, sino que aplaudes, porque contra lo que van esos insultos que quedaron en el paladar y en la mente del candidato supremo son otros, siempre son otros los que reciben los mensajes porque a ti, en tu silla de estar sentado y mirando, no te llega ningún mensaje que vaya dirigido a los que no entienden, no saben, no se dan cuenta de que este país ya es mejor cerrado, podrido de franquismo hasta en la escuela primaria.
Entonces te aconsejo que te levantes y leas al menos algunos epígrafes de lo que escribe nuestro admirado peruano César Vallejo en España, aparta de mí este cáliz. Párate en sus invocaciones, Calderón, Cervantes, Goya, Quevedo, Cajal… “El mundo exclama: ´¡Cosas de españoles!`. Y es verdad”. Léelo, léelo entero, y vuelve al lenguaje de la supremacía, y no olvides mientras lo lees que Vallejo retrata el desvarío de todos, que empezó cuando unos cuantos, al fin uno solo cuando se encuentra en manada, empezó a despreciar a los otros como si fueran piojosos españoles a los que no había más remedio que poner en manos de un dios supremo que mandara, por ejemplo desde Berlín, sus bienaventuranzas.
Y entonces, cuando acabes de leer, aparta de ti la funesta manía de pensar que el cáliz es cosa de los otros.
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