Pan para celiacos y otros grandes inventos atrapados en un cajón
Los problemas para transferir los resultados de la investigación a las empresas provocan el abandono o su venta en el extranjero
Para que la penicilina cambiase la historia de la medicina no fue suficiente con descubrirla. Hubo que convertirla en un medicamento, hacerla llegar a la sociedad. Se trata de un salto fundamental que, hoy por hoy, le cuesta horrores dar a la investigación científica española impulsada fundamentalmente por las universidades. Investigaciones que podrían mejorar la vida de todos (harina para celiacos, un tractor robot que cuida de forma autónoma del campo, un analizador que avisa del punto exacto del vino...) y que han supuesto años de trabajo y millones de euros de inversión se quedan en el cajón del laboratorio o son desarrollados fuera.
El tractor robot de color azul salió en las noticas de TVE1 en mayo de 2014. Un consorcio de 14 socios integrado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y varias empresas tecnológicas empleó ocho millones de euros en fondos europeos para crear un prototipo que trabajase en el campo de manera autónoma gracias a mapas trazados previamente con drones. Parecía ciencia ficción, pero era real y fabricado en España. El objetivo del proyecto era minimizar el uso de fertilizantes. Gracias a este sistema, se identificaban desde el aire los lugares precisos de los cultivos donde había malas hierbas y el tractor aplicaba fertilizantes solo en los puntos donde era estrictamente necesario, ahorrando un 75% de herbicidas.
Un año después de salir en el telediario, ya no queda nada de ese proyecto, que no ha tenido aplicación práctica con agricultores pese a ser un éxito en el terreno de la investigación. Los prototipos se desmontaron después de que las empresas que habían participado en el proyecto no se interesasen a corto plazo por impulsar su comercialización."Ahora mismo ni siquiera se podría poner en marcha el sistema porque tenemos el conocimiento pero no el prototipo", explica uno de los responsables, el profesor de la Universidad de Sevilla Manuel Pérez Ruiz. "Ni siquiera se ha quedado para uso docente", prosigue este investigador.
Pese a que se han producido avances con la creación de organismos especializados en las universidades, las Oficinas de Transferencia de Resultados de la Investigación (OTRIS), muchas ideas no acaban de salir de la probeta. "Una buena parte de la ciencia que se hace en España no se transfiere porque no hay infraestructura y no se sabe cómo hacerlo", explica Rafael Alonso Solís, director del Instituto de Tecnologías Biomédicas de la Universidad de La Laguna (Tenerife). "Aunque las cosas pueden estar empezando a cambiar".
El problema está identificado y existen modelos en Reino Unido y Estados Unidos que se pueden imitar. Dos centros estadounidenses, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) de Boston y la University of California, producen más patentes al año (573) que todas las universidades públicas españolas juntas (488 patentes en 2012 según los últimos datos disponibles en IUNE, el observatorio de la actividad investigadora de la universidad española).
La lista de deficiencias aparece negro sobre blanco en el informe COTEC, un análisis anual de la Fundación para la Innovación Tecnológica, el instituto creado por un grupo de empresarios para mejorar la competitividad. El "desajuste entre la oferta tecnológica de los centros tecnológicos y las necesidades de la empresa" es el tercer problema del sistema español de innovación según el grupo de expertos al que esta publicación encuesta. Añaden los problemas burocráticos, la escasez de cultura de los mercados financieros españoles para financiar la innovación o que el potencial científico del sistema público de I+D no es aprovechado suficientemente por las empresas españolas.
Las oficinas de transferencia españolas, con base en las universidades, no siempre funcionan. Casi todos los expertos consultados para este reportaje coinciden en que su función está aún a medio gas, que las gestionan funcionarios con idiomas pero sin experiencia en el mundo empresarial, personal no preparado para transferir. Las que mejor se desenvuelven son las Universidades Politécnicas, pero este rodaje es una tarea pendiente para el resto de campus.
"Aún no se tiene la profesionalización suficiente, pero estamos en ello", admite Rafael Garesse, vicerrector de Investigación e Innovación y responsable de la OTRI de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). La oficina la llevan cinco trabajadores "con perfil de gestores de I+D", explica. Empleados que conocen qué es un proyecto de investigación, qué ley les ampara, cómo proteger los datos. Pero que no tienen la perspectiva empresarial.
A la pregunta de por qué no hay perfiles más profesionales tras 20 años de andadura de la oficina, Garesse explica que, hasta no hace mucho, la transferencia ni siquiera estaba entre los objetivos de las universidades. "El cambio de la orientación de la investigación que Europa está financiado es relativamente reciente". La OTRI de la Autónoma ha impulsado una docena de empresas en una década, cerca del 10% de las que empezaran su andadura allí. Han gestionado 425 solicitudes de patentes y se han concedido 176.
El analizador de vino
"El mercado tiene sus normas y los científicos no las conocemos". La empresa de base tecnológica que montó el catedrático de Química Analítica José Manuel Pingarrón, de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), está tocada después de su último gran intento. Han construido un analizador de alimentos que monitoriza vinos o zumos y que mide el grado de fermentación, la duración de las uvas y ayuda a hacer mejores caldos. Pensaron que tendría buena salida en un país como España, uno de los principales productores de vino del mundo. Cuatro personas dedicaron ocho años de su vida a este trabajo, con una inversión pública de casi 400.000 euros. "Pensábamos que teníamos un producto estupendo, pero cuando lo presentamos ante el mercado vimos que querían algo más fácil de usar", se lamenta Pingarrón. "Nos decían: 'Es maquinaria para científicos".
"Vender en tiempos de crisis es muy difícil y nosotros no sabemos hacerlo", añade. "No podemos ser empresarios a tiempo parcial". Si empezara de nuevo, lo haría de otra manera, asegura. Sus pasos en falso sirven de ejemplo para otros que contactan con él a través de la OTRI. Siguen intentando comercializar su producto y no solo por el tiempo y el dinero invertidos. Tienen que devolver el crédito que recibieron para investigar. "Debemos unos 120.000 euros y con los pocos que hemos comercializado no da suficiente para salarios, alquiler y amortizar el préstamo". Están a punto de cerrar un acuerdo con una empresa cervecera para medir que la 0,0 sea auténtica 0,0 o con el Ayuntamiento de Madrid, para que los policías puedan analizar in situ con uno de sus prototipos el alcohol en los botellones y poder poner multas.
Pan para celiacos
Los investigadores no son empresarios, y las empresas, al menos las españolas, no suelen respaldar la investigación, como atestigua la experiencia del equipo que dirige el profesor Francisco Barro del Instituto de Agricultura Sostenible de Córdoba, dependiente del CSIC. Tras diez años de investigaciones, lograron un avance que puede mejorar a corto plazo la vida de mucha gente: cereales sin gliadinas aptos para celiacos. Sólo falta un ensayo clínico controlado, pero las pruebas realizadas hasta el momento funcionan: los celiacos pueden comer tres o cuatro rebanadas de pan amasado con esos cereales sin problemas. No hay ningún producto similar en el mundo.
Las semillas transgénicas fueron patentadas –la titularidad es del CSIC– y el organismo del Consejo que se ocupa de las transferencias buscó a una empresa especializada para que se ocupase de la comercialización, Plan Biotechnology Limited. "Muchas empresas se pusieron en contacto con nosotros, pero ninguna española. Me llamaron muchos agricultores por si podían plantar ese trigo porque el hallazgo había sido publicado en todas partes", asegura el profesor Barro.
La explicación que baraja este investigador es que ninguna empresa española se atrevió a lanzarse a un proyecto muy complejo que requiere la aprobación de un transgénico por parte de Bruselas. "Me da pena que la producción se vaya de aquí. Al final, como investigadores, lo que queremos es que se vea en el mercado, porque va a ayudar a mejorar la calidad de vida de los celiacos", prosigue Barro. "Y estoy seguro de que esto forzará una bajada de precios de muchos productos especializados".
La investigación básica
Hasta hace no tanto, y aún hoy, la investigación se considera en el ámbito universitario como un bien en sí mismo para mantener la ciencia básica. Soledad Sacristán encontró por casualidad una utilidad práctica a lo que estaba investigando. Su ciencia básica acabó por convertirse en aplicada. "El futuro producto que tal vez pueda ser utilizado no era un objetivo de mi investigación", explica esta patóloga vegetal –que estudia las enfermedades de las plantas–, profesora e investigadora en el Centro de Biotecnología y Genómica de Plantas de la Universidad Politécnica de Madrid. Lo que encontró fue un microorganismo que, cuando se aplica a las plantas, hace que produzcan más frutos o semillas y que podría evitar el uso de fertilizantes químicos.
Con el hallazgo llegaron las complicaciones. El primer obstáculo fue encontrar financiación para la patente porque, dado que Sacristán se dedica a la ciencia básica, no estaba previsto en ningún presupuesto (puede costar entre 6.000 y 10.000 euros sólo el primer año). Una vez superado ese escollo a través de una empresa relacionada con la facultad (Plant Response Biotech), empieza el largo proceso de desarrollo. "Los primeros resultados los obtuvimos en condiciones de laboratorio muy controladas", explica. "Otra cosa es que se puedan reproducir en el mundo real. El producto tiene que ser rentable, viable, tiene que poder aplicarse en el campo. A lo mejor después de los ensayos se concluye que su explotación comercial no es viable".
"Dejar escapar se ha convertido casi en un signo de la ciencia española: se van las ideas y la gente, o ambas. Falta el tejido para que realmente se produzca I+D (Investigación y Desarrollo). Hay muy poca I pero todavía menos D. Aunque me consta que se están haciendo esfuerzos muy importantes". El diagnóstico procede de Miguel Pita, investigador en genética y profesor de la UAM. Pita respalda las investigaciones prácticas pero alerta de que se pueden convertir en una obsesión. "Cuando empiece el romance investigador-empresa, que tampoco sé si ocurrirá, me produce cierto miedo que se olvide la investigación básica. La historia ha demostrado que los grandes avances, como ocurrió con el proyecto del genoma humano, se han producido cuando no se sabía para qué podían servir".
Así vende Oxford sus inventos
Manuel Fuertes dibuja en la pizarra un sencillo gráfico de líneas con "las tres M": Money (inversores) Management (gestores) y Minds (científicos). “La transferencia es una dimensión más que solo se produce si estas otras tres funcionan perfectamente”, explica el gerente para España de ISIS Innovation, la empresa de transferencia tecnológica de la Universidad de Oxford. Las cifras de su modelo no admiten comparaciones con España. El ISIS es una sociedad limitada con 100% de capital de Oxford. Entre sus cuatro oficinas internacionales (Oxford, Hong Kong, Osaka y Madrid) trabajan casi un centenar de profesionales. Les gustaría que hubiera más empleados, asegura Fuertes, pero el perfil que buscan es tan específico que no son fáciles de encontrar. Buscan científicos con experiencia en las empresas, que hayan montado sus propias startup y que, en algunos casos, sepan de economía y “hablen el idioma de los inversores”. El hombre que explica las claves de la transferencia de Oxford como si diera una charla para ejecutivos es ingeniero, titulado en la centenaria universidad británica, con experiencia en el sector privado y con un puesto en el ISIS desde hace seis años.
Fuertes es el responsable de la oficina de Madrid, situada en la sexta planta de un piso luminoso y blanco cercano al Parque del Oeste. Solo recibe visitas de periodistas una vez concluido el horario de oficina. A la hora de comer, rodeado de revistas científicas, habla sin tapujos de los éxitos de Oxford y de los fracasos de las universidades españolas.
Primera premisa: “La mayoría de los científicos no son empresarios y no les puedes obligar a transferir. En España algunas veces lo han intentado y eso es alarmante”. Segunda: “Los investigadores deben de estar informados”. A los científicos de Oxford les asesoran desde el inicio de sus trabajos “con todas las herramientas posibles”,explica. “Si vemos que el investigador no es un emprendedor, algo que suele ocurrir, le ponemos un director general de industria a su disposición”.
El ingeniero asegura que uno de los problemas “bestiales” de la investigación en España es que aquí se publica antes de patentar “y al hacerlo así, conviertes tu trabajo de 10 años y 10 millones de euros en un asunto de dominio público”. “Luego aparecen empresas americanas sofisticadas e inteligentes que patentan una aplicación de ciencia básica que tú no has patentado y la vende en forma de fármacos. España es una gran ONG del conocimiento, pero regalamos nuestra ciencia a los países ricos, no a los pobres”.
En la parte baja del gráfico de las tres M se sitúa “el valle de la muerte”, el fracaso. “Es la fase de la investigación en la que no dispones de un prototipo ni de nada que enseñar a un inversor privado. Si no tienes nada que mostrar, nadie va a venir a pedirte que le enseñes la patente 304. El valle de la muerte en España es inmenso y no hay fondos públicos que inyecten capital ahí, en los prototipos, en pasar ese valle”. Oxford gasta cerca de un millón de euros, según este gestor, solo para dar forma a los modelos y tener algo que mostrar. En el Reino Unido se empezaron a repartir estos fondos en los años 90 del pasado siglo “y cambió todo”. “El problema del valle de la muerte se soluciona con muy poquito dinero, pero hay que entender muy bien esto de lo que hablamos y en España no ha ocurrido”.
Al margen de las grandes claves, asegura, ha habido pocos cambios durante los ocho siglos de vida de la universidad. Asegura que el modelo del ISIS es similar al de los viejos mecenas, como cuando la familia de los Medici financiaba las obras de arte de Miguel Ángel en Florencia. Ellos están en medio, entre el que quiere invertir y el que tiene talento. “Lo que hacemos en Oxford es muy tradicional”, se despide. En su tarjeta de la oficina aparece solo desde hace un par de años el logotipo de la Universidad, aunque el ISIS abrió en 1988 y ya entonces pertenecía íntegramente al campus. Es otra parte de la tradición: “No te dejan vivir de la marca, solo puedes usarla cuando te has ganado el derecho”.
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