La decepción del padre
Es grave que Pujol se deje llevar por la riada de exageraciones que domina la política española
Hay razones poderosas para rechazar el proyecto de Presupuestos Generales del Estado, pero la elegida como bandera por CiU no es la mejor. Su reclamación central para retirar su enmienda a la totalidad ha sido que el Estado “pague lo que debe”, en relación a la aplicación de la disposición adicional tercera del Estatuto de autonomía. Esa disposición establece que la inversión del Estado en infraestructuras en Cataluña “se equiparará” a la participación del PIB catalán en el del Estado.
En el proyecto de Estatuto aprobado por el Parlamento catalán en septiembre de 2005 no se decía “se equiparará”, sino “deberá tender a equipararse progresivamente”. A cambio de esa concreción se introdujo un límite temporal: la medida se aplicará “por un periodo de siete años”. Esta limitación fue decisiva para que los socialistas aceptaran la disposición en su tramitación en el Congreso: permitía considerarla como una compensación transitoria, no excesivamente costosa, por el déficit histórico de inversiones del Estado en Cataluña.
El ministro Montoro tuvo interés en manifestar que no cuestionaba la validez de esa disposición, pero alegó que “no hay dinero”. En realidad tampoco hay obligación. La sentencia del Tribunal Constitucional establece que para ser considerada constitucional, la disposición deberá interpretarse “en el sentido de que no vincula al Estado en la definición de su política de inversiones ni menoscaba la libertad de las Cortes Generales para decidir sobre la existencia y cuantía de dichas inversiones”. Como ha recordado Francesc de Carreras (La Vanguardia, 12-4-12), la razón de fondo es que la parte (Cataluña) no puede condicionar al todo (el Estado) en una materia de competencia estatal. Así lo hizo notar en su momento la inmensa mayoría de los profesores, políticos y comentaristas no catalanes. Pero como en todo lo relativo al Estatuto, se buscó la unanimidad interna, al precio de la mínima adhesión, o al menos comprensión, externa.
Es difícil contar con esta última cuando el mensaje permanente es que los catalanes pasan por dificultades económicas porque su dinero se destina a financiar a otras comunidades más atrasadas (por ejemplo: a pagar ordenadores en escuelas extremeñas). Que el criterio para determinar las inversiones en un territorio sea su riqueza relativa tiene difícil defensa; de entrada, rompe la lógica del sistema autonómico constitucional; además, todo principio cuya generalización sea imposible resulta cuestionable. Su aplicación a todas las comunidades no hubiera permitido, por ejemplo, la fuerte inversión estatal en Cataluña en vísperas de los Juegos Olímpicos.
Que Montoro se limitara a decir que no había dinero para más inversiones en Cataluña se explica por su convicción de contar con el apoyo mayoritario de la opinión pública española. La replica catalanista fue que para otras infraestructuras sí había dinero, citando el AVE a Galicia: una vez más, la reclamación se plantea en términos de agravio comparativo, a veces ofensivos. Algo contra lo que viene advirtiendo un sector del catalanismo, que defiende la necesidad de contar con aliados en las demás comunidades para defender el principio autonómico, diferente al soberanista, contra el neocentralismo de un sector (minoritario por ahora) de la derecha gobernante.
Pero esa alianza será difícil si se mantiene el planteamiento del agravio, y más si sigue presentándose en términos de gran excitación retórica. Hace ahora un mes, en la clausura del Congreso de CDC, su nuevo secretario general, Oriol Pujol, advirtió a los suyos de que no conseguir el pacto fiscal “sería la muerte de Catalunya”. Lo dijo tras haber defendido el objetivo de un Estado independiente, cuya premisa sería alcanzar antes la soberanía fiscal, que a su vez se presenta, contradictoriamente, como última posibilidad de contener la marea independentista.
“Debo reconocer que no encuentro argumentos para llevar la contraria a los que optan por el independentismo”, dijo el padre del secretario general, Jordi Pujol, en una conferencia pronunciada en marzo de 2011 y cuya conclusión reafirma en el último tomo de sus memorias (Años decisivos. Destino. 2012). El expresidente lleva meses transmitiendo su decepción por la falta de comprensión que cree percibir en la política y la sociedad española hacia Cataluña, y que ve condensada en la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto. Lamenta no haber previsto que “no dejarían que nada se salvara, que tratarían de hundirnos”.
En una carta al periodista Anson que este publicó el pasado día 15 en El Mundo, Pujol dice haber llegado a la conclusión de que “en el modelo de Estado, de sociedad y de mentalidad que España quiere darse a sí misma, Cataluña no tiene sitio”. En fin, suena impropio de alguien como Pujol que se deje llevar por esa riada de exageración que domina la política española actual, y que interprete una divergencia jurídica sobre determinados artículos del Estatut como prueba de que “existen presiones para que Cataluña desaparezca”, según le dijo al periodista Jordi Évole en su programa de laSexta. Si eso dice el padre, ¿qué se esperaba que dijera el hijo?
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