Un sistema alimentario global basado en los derechos
Dado que la escalada de los precios de los alimentos ha hecho que el hambre ocupe la cima de la agenda global, el mundo tiene una oportunidad única para sentar las bases de un futuro más saludable, más equitativo y más sustentable
Se espera que el planeta alcance la sorprendente cifra de 10.000 millones de habitantes el próximo siglo, y el interrogante respecto de cómo lograr una seguridad alimentaria cobra relevancia. El sistema alimentario actual, en efecto, no está preparado para la tarea: hoy ya no logra garantizar que la población global esté alimentada y contribuye a la degradación ambiental. Hace mucho tiempo que hace falta una reforma radical.
Alrededor de 735 millones de personas en el mundo padecieron hambre en 2022. Unos 828 millones sufrieron desnutrición y casi 148 millones de niños de menos de cinco años se vieron afectados por raquitismo. La falta de acceso a alimentos frescos y nutritivos también ha contribuido a que aumenten los niveles de obesidad en muchas comunidades, en tanto la gente se ha visto obligada a recurrir a alimentos no saludables. La obesidad plantea el riesgo de sufrir enfermedades crónicas como diabetes tipo 2, insuficiencia cardíaca, accidentes cerebrovasculares, cáncer e hipertensión.
La mala alimentación en todas sus formas (peso inferior al normal, sobrepeso y deficiencia de micronutrientes) agrava la vulnerabilidad de una persona a sufrir infecciones, lo que alimenta un ciclo perjudicial de resultados sanitarios adversos. Mientras tanto, la lucha constante por garantizar una nutrición adecuada —y hasta por evitar la hambruna— tiene consecuencias en la propia salud mental, lo que genera ansiedad, estrés y depresión, entre otras cosas. Como subraya un informe reciente de las Naciones Unidas, el derecho a la alimentación y el derecho a la salud están intrínsecamente asociados.
El sistema alimentario también está causando un daño ambiental severo. Es responsable de aproximadamente una cuarta parte de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, lo que lo convierte en un causante importante del cambio climático. Asimismo, casi la mitad de la tierra habitable del mundo está dedicada a la agricultura. Las zonas que alguna vez estuvieron ocupadas por bosques frondosos y otros terrenos salvajes ―incluidos sectores considerables del bosque del Amazonas, que es crítico para la salud planetaria― se han despejado para hacer lugar a la agricultura, con consecuencias devastadoras para la biodiversidad.
El sistema alimentario es responsable de aproximadamente una cuarta parte de las emisiones globales de gases de efecto invernadero
El problema se ve agravado por el uso generalizado de pesticidas, que están asociados ―incluso con una exposición relativamente baja― a múltiples consecuencias sanitarias y ambientales adversas para los trabajadores agrícolas y para las comunidades y ecosistemas locales. La contaminación del Río La Pasión en Guatemala con malatión, un pesticida utilizado en las plantaciones de aceite de palma, llevó a la muerte de miles de peces, privando a unas 12.000 personas de su fuente principal de alimentos y la base de su supervivencia.
Los pobres y los marginados sufren de manera desproporcionada las consecuencias de las fallas del sistema alimentario, especialmente en el Sur Global. La desnutrición es particularmente prevalente en contextos de bajos ingresos o entre individuos que viven en la pobreza. En los países de altos ingresos, como Australia, el riesgo de obesidad entre las poblaciones indígenas es 1,5 veces más alto que entre las poblaciones no indígenas en zonas comparables.
No ayuda que el 60% del mercado global de semillas patentadas esté controlado por cuatro compañías agroquímicas radicadas en países de altos ingresos. Las semillas suministradas por estas empresas ―de las que dependen los agricultores en los países de bajos ingresos― suelen ser para cultivos que no son diversos en términos nutricionales o que no cumplen con las necesidades alimenticias de las comunidades locales.
El sistema actual claramente no es apropiado para su propósito. Y los esfuerzos por mejorarlo son esencialmente inadecuados, ya que no tienen en cuenta las profundas asociaciones entre los alimentos, la salud y el medio ambiente. En lugar de enfrentar cada cuestión por separado, sería mejor implementar una estrategia vinculada a los derechos humanos. Reconocer que los derechos a la alimentación, a la salud y a un medio ambiente limpio son indivisibles e interdependientes, favorecería a los tres a la vez. Como afirma el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, toda la gente merece tener acceso no solo a instalaciones sanitarias, sino también a los factores determinantes subyacentes de la salud, como alimentos nutritivos y un medio ambiente sustentable.
El primer paso es un tratado integral de las Naciones Unidas sobre sistemas alimentarios que tenga en cuenta todos los derechos y actores relevantes, y que mitigue los perjuicios sanitarios y ambientales que surjan a lo largo de toda la cadena de valor alimenticio. Un tratado de estas características debe reflejar las necesidades y prioridades de los países de bajos ingresos y de los grupos vulnerables, como la gente que vive en situación de pobreza, la gente desplazada y las mujeres y los niños. Debe incorporar conocimiento local sobre el sistema alimentario en su totalidad, desde la producción, el procesamiento y el empaquetamiento hasta la promoción, distribución, venta y consumo. Al involucrar a las comunidades locales, el marco de políticas NOURISHING, desarrollado por el Fondo Mundial para la Investigación sobre el Cáncer, podría ofrecer lecciones valiosas.
Dado que la escalada de los precios de los alimentos ha hecho que el hambre ocupe la cima de la agenda global, el mundo tiene una oportunidad única para adoptar una estrategia basada en los derechos humanos en materia de alimentación y para sentar las bases para un futuro más saludable, más equitativo y más sustentable.
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