La casa cultural de puertas abiertas para jóvenes de la periferia
En el barrio obrero de Motilones, en Cúcuta (Colombia), hay un espacio para el ocio sano de adolescentes colombianos y venezolanos que no lo han tenido nada fácil. La Frontera Morada es un local plural en el que solo importa la pasión por el arte y las ganas de compartirlo
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Las puertas solo las cierran en la noche. Durante todo el día, la Frontera Morada permanece con las rejas abiertas de par en par, la música bien alta y decenas de jóvenes entrando y saliendo; haciendo suyo este espacio cultural. El lugar, libre de xenofobia y prejuicios, surge precisamente para dar cabida al ocio sano y a la creación artística entre chicos de la periferia de Cúcuta, una de las ciudades colombianas con mayor presión migratoria proveniente de Venezuela. “Aquí da igual de dónde seas”, dice Jorge Eliecer, de 13, el más pequeño del colectivo. Detrás, John Johnny Quintero revisa la poesía que acaba de componer, Vicdarina Itaná prepara las pinturas para empezar el taller de muralismo y Darko rapea una crítica al abuso policial durante el paro nacional. En esta casa en la que siempre hay algo pasando es difícil saber quién es de aquí y quién acaba de llegar. Y eso, en el Norte de Santander, no pasa.
/Hola, señor agente. ¿Cómo está en este momento? ¿Cómo se siente que el país te quiera ver muerto? ¿Qué se siente que millones de personas te odien y la mitad ni siquiera sepa tu nombre/. Darko, cucuteño de 19 años, lanza las rimas tembloroso, levantando los ojos de la libreta apenas para buscar la aprobación de sus colegas, que le escuchan moviendo la cabeza al ritmo. Entonces sigue: /Da más seguridad una piedra que una estación / Me inquieta menos escuchar disparos a final del año que ver un camión lleno de uniformados/. “Te quedó mucho mejor así, hermano”, le espeta uno de ellos al terminar. Y se enzarzan a debatir al respecto. Como este, hay otros dos hogares morados en Medellín, que pertenecen a la fundación Casa de las Estrategias.
En esta, ubicada en el barrio obrero y conflictivo de Motilones, las paredes cuentan los dos años de vida del proyecto. En una de las salas, cuelgan fotografías de paseos en bicicleta, cursos de cocina, clases de periodismo y piano, las grabaciones de podcast y las enseñanzas sobre compostaje. La agenda se actualiza cada semana y los talleres son impartidos muchas veces por ellos mismos. “Lo bonito de este proyecto es que es muy horizontal, que todo surge de lo que les interesa a los pelados”, cuenta Karen Gómez, comunicadora social y motor de la Frontera Morada. Así, John Johnny da cursos de origami, Sebas de música, Treo y Maikol enseñan a cantar, Mónica y Edward enseñan a hacer collages…
John Johnny da cursos de origami, Sebas de música, Treo y Maikol enseñan a cantar, Mónica y Edward enseñan a hacer collages. Es un espacio de ellos para ellos
La xenofobia en Colombia ha ido en aumento en los últimos años, llegando incluso al discurso político. Claudia López, alcaldesa de Bogotá, ha vinculado abiertamente delincuencia con inmigración, perpetuando una percepción que se repite en el imaginario colectivo de una comunidad que ya no se concibe sin los venezolanos: “Primero asesinan y luego roban. Necesitamos garantías para los colombianos […] A los venezolanos todo se les ofrece, qué garantías tenemos los colombianos”, zanjó el pasado marzo. De acuerdo con los datos de la entidad Dejusticia, que lleva 15 años dedicado a la promoción de los derechos humanos en Colombia y el Sur Global, el 40% de los venezolanos se ha sentido discriminado en alguna ocasión.
Por eso la palabra paz se repite entre los coloridos grafitis que se superponen a las firmas de los artistas. Para Maryoli Quijano Rojas, trabajadora social y coordinadora del espacio, el verdadero valor de Frontera Morada está en el proceso de creación que se desarrolla: “El arte suele estar centralizado en las ciudades. Normalmente, para que el chico o la chica pueda crear tiene que tener plata, pagar transporte para ir hasta el centro… No queríamos eso. Aquí hemos creado lazos de parcería y una vinculación genuina con el proyecto”. Itaná, artista plástica y pedagoga en la entidad, responsable del circuito de muralismo celebra la inclusión “prácticamente orgánica” que se está produciendo a través de los talleres: “Acá la psicología y la cultura son válvulas de escape a la realidad que están viviendo, que es de mucha violencia y desigualdad. Llegan y hablan de asesinatos, de drogas, de dificultades… Pero luego pintan, cantan, se expresan. Esto es un espacio para otra vida”, cuenta sin dejar de supervisar los pinceles de sus alumnos.
Acá se trata la psicología y la cultura como válvulas de escape a la realidad que están viviendo, que es de mucha violencia y desigualdadVicdarina Itaná, artista plástica y pedagoga en la entidad
Emily Salcedo es uno de los ejemplos más claros de superación. Acaba de cumplir 18 años, pero carga con una vida de excesos, responsabilidades y tropiezos que no parecen propios de una niña. Siempre quiso ser bailarina profesional, pero una lesión en la pierna la alejó de su sueño. Los amigos con los que empezó a juntarse hicieron que consumiera alcohol demasiado pronto. Y con demasiada frecuencia. “A los 16 no podía dejar de beber”, cuenta, antes de un largo silencio. Hasta que descubrió otro talento. “Mi vida la cambió el arte, y yo lo conocí a través de esta casa”, explica. “La condición de Salcedo es de una vulnerabilidad muy grande”, cuenta Itaná, “y la resiliencia de ella ha sido increíble. Las actividades y las sesiones de psicología han sido terapias para decir basta. Aún con todo en contra”.
Uno de esos días de resacas encadenadas, un buen amigo de la joven la invitó a la Frontera Morada. “Me dijo: ‘Vamos, ayúdeme a tirar lata (grafitear)”, cuenta entre risas. “Y acá me enamoré de todo esto. He descubierto que el arte habita en mí, este es mi remedio para dejarlo”. Esa es la propaganda de este colectivo: el boca a boca. Nadie recuerda quién fue el primero en llegar, pero sí a todos los que invitaron. Para Andrés David Medina, aka Cult, venezolano de 24 años, su talento para tatuar paredes fue la forma de hacerse respetar en uno de los barrios venezolanos más conflictivos de Maracay, Trece de Enero, en una zona roja. “Tocaba hacerse respetar y sacar la picardía de la calle. Pero me convertí en ‘el chico de la cultura’ y me hice un nombre sin ser violento”.
En mi barrio tocaba hacerse respetar y sacar la picardía de la calle. Pero me convertí en ‘el chico de la cultura’ y me hice un nombre sin ser violentoAndrés David Medina, aka 'Cult', tatuador y venezolano de 24 años
Cuando ya empezaba a encajar, le tocó mudarse y dejarlo todo atrás. Migrar a Colombia no fue fácil aunque tuviera familia aquí. “Me delataba el acento”, cuenta. “Acá te tratan diferente si eres de Venezuela. Hay mucho racismo, todos piensan que somos maleantes o narcos. A mí y a mi madre nos costó encontrar un apartamento porque nadie nos quería alquilar, hace un par de años incluso intentaron captarme para delinquir. Pensaban que por ser venezolano y pasar necesidades iba a caer”, narra con rabia contenida. “Aquí soy libre”, zanja.
Según el segundo informe trimestral del Barómetro de Xenofobia —una plataforma que difunde el resultado del análisis de las conversaciones en Twitter sobre la población migrante en diferentes ciudades de Colombia— de las casi 16.000 menciones en redes de marzo a junio de 2021, las temáticas más repetidas fueron: seguridad, salud y ataques xenófobos. Aunque según este medidor, Cúcuta es una de las ciudades con menor tasa de racismo (seis de cada 100 mensajes), la percepción de rechazo es una constante entre los jóvenes de la casa morada.
“Aquí hay un imaginario de que todo lo malo ocurre solo porque hay un venezolano detrás o como consecuencia del proceso migratorio”, explica Quijano Rojas. Vanessa López, de 29, visitante primeriza comparte esa sensación: “Esta ciudad siempre acogió de una manera generosa a los venezolanos, pero pasabas de San Antonio (frontera) y no había ninguna diferencia. Pero el discurso actual es muy doloroso… Me duele sinceramente. Y acá siento que se fomenta mucho la escucha, que es fácil expresarse”. “No solo queremos que se sientan bienvenidos”, dice la coordinadora, “sino que se sientan ciudadanos en algún espacio de esta ciudad que habitan. Esta ciudad también es de ellos”.
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