Sudán: cómo construir el futuro sobre las ruinas de la violencia
Sudán avanza en su transición democrática sorteando una herencia de guerras y división sectaria. El rechazo al conflicto y la necesidad de inclusión de una sociedad marcada por la raza, la religión, la edad, el género o la tribu podrían servir para edificar una ciudadanía en la que todos quepan
Nota a los lectores: EL PAÍS ofrece en abierto la sección Planeta Futuro por su aportación informativa diaria y global sobre la Agenda 2030. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
Piensa Abdel-Rahman El Mahdi que la democracia en Sudán se construye en el futuro. Solo un ejercicio colectivo de proyección hacia adelante, sostiene, salvará al país de las garras del presente. Dice este activista, fundador de la Iniciativa Sudanesa de Desarrollo, que el aquí y ahora está anegado por los ríos trágicos del pasado reciente. Viciado por décadas tóxicas de guerra civil, rencores bien sedimentados, venganzas juradas. “Es mejor no abordar ciertos temas directamente, con los ánimos caldeados y una atmósfera tan cargada”, opina. Puesto que “el futuro no ha ocurrido, ofrece un espacio seguro para conversar e imaginar escenarios potenciales. ¿Cómo podría ser Sudán en 20 o 30 años?”.
Poner la mirada en anhelos compartidos, confía El Mahdi, permitirá que la realidad suelte lastre. Evitará los diálogos de sordos y cortará, de una vez por todas, la mecha de la violencia. “Se trata de aprovechar el proceso para suavizar la tensión, acercar posturas y humanizar al otro. Solo entonces podremos caminar juntos hacia un Sudán más libre, pacífico y democrático”.
Tras 30 años de dictadura islamista, Sudán se echó a la calle en 2018 y puso contra las cuerdas al régimen de Omar Al Bashir, sanguinario caudillo con un tropel de atrocidades a sus espaldas. Al año siguiente, un grupo de militares dio la puntilla con un golpe de Estado. Otro más a sumar a la larga lista de abruptos cambios de Gobierno, constantes desde la independencia del país en 1956.
Se inició entonces un período de transición democrática que, en su aspecto formal, avanza lentamente. Prorrogando plazos mientras una coalición civil-militar trata de encontrar la fórmula ad hoc de democracia a la sudanesa. Un sistema de gobierno que escuche a la idiosincrasia de Sudán. Sus sensibilidades religiosas y fricciones raciales, su diversidad étnico-lingüística, el fuerte arraigo por razón de tribu. Y que, al mismo tiempo, garantice un mínimo de adhesión a las bases de la democracia en cualquier lugar: separación de poderes, cámaras representativas, derechos humanos, libertades civiles.
Si el armazón legal se va erigiendo a trompicones, despacio camina también la transformación de las conciencias. Ese sustrato que, en toda democracia, nutre a sus mecanismos oficiales con dosis aceptables de tolerancia y respeto al otro. Desde el National Democratic Institute, su director regional para el sur y este de África, Dickson Omondi, no ve necesario plantar en el país la semilla de los valores democráticos. “La abrumadora evidencia —reflejada sobre todo en las encuestas del Afrobarometer— constata que ya cuentan con un fuerte apoyo en toda África, incluido Sudán, especialmente entre los jóvenes”. Aunque no existe un censo fiable, se estima que más del 60% de la población sudanesa tiene menos de 25 años.
Latidos de libertad
Cuenta Mahir Elfiel, coordinador de programas en el país africano de la fundación alemana Friedrich Ebert, que el ansia de libertad no dejó de latir un instante durante las décadas de dictadura. Solo la brutalidad del régimen anterior la mantuvo agazapada en la clandestinidad. Conectada por redes discretas que aprendieron a vivir en la sombra. Esperando el momento propicio para emerger como un torrente desbocado. “No cesaron los intentos de derrocar a Al Bashir. Partidos y sindicatos seguían organizados, como demostró la revolución de 2013, que tuvo que ser sofocada con una represión atroz”.
Kholood Khair, socia del think tank Insight Strategy Partners, con sede en Jartum, capital del país, opina que el reto pasa por vincular ese afán de cambio a una idea de ciudadanía propiamente sudanesa. “Existe un rechazo mayoritario a las políticas que dividen y terminan en guerras civiles”. Esto podría servir como “común denonimador” sobre el que empezar a “definir qué significa democracia” para el pueblo. Y, a partir de ahí, ahondar en otras nociones más ambiciosas de igualdad: entre hombres y mujeres, entre grupos religiosos, étnicos o tribales.
Desde que echó a andar, la transición en Sudán no se libra de su gran fantasma: el miedo al fracaso
La aversión al sectarismo ayudaría a espantar pájaros de mal agüero. Desde que echó a andar, la transición en Sudán no se libra de su gran fantasma: el miedo al fracaso. El temor a una nueva decepción aconseja cautela, pero también cohibe la esperanza. “La historia no está de nuestra parte. Hemos tenido dos períodos semi-democráticos, con ciertas libertades aquí y allá, que no han terminado bien”, explica Khair. “Las experiencias pasadas han creado mucha desconfianza”, confirma Volker Perthes, jefe de la Misión de Asistencia a una Transición Integrada en Sudán de la ONU (UNITAMS por sus siglas en inglés).
Para no repetir errores pretéritos —afirman todos los expertos consultados— la transición sudanesa ha de ir sumando voces históricamente arrinconadas. La inclusión sería la estrella guía que orienta al país en momentos de zozobra y desconcierto. La razón que pone algo de orden en un puzle ultra fragmentado, con piezas atomizadas por raza (70% de origen árabe, 30% de población negra), religión (mayoría musulmana con focos cristianos y animistas), edad, género, tribu. Y por un sinfín de combinaciones que crean afiliaciones parciales. Que lanzan miradas de recelo y subliman la diferencia. “La inclusión política resulta particularmente importante cuando las políticas identitarias contituyen la fuerza movilizadora dominante”, recalca Omondi.
Mareas de jóvenes ocuparon en 2018 las calles de Sudán, y no las abandonaron hasta que cayó Al Bashir. Pero el establishment de Jartum fue, poco a poco, arrogándose la legitimidad de la revolución. “Vemos las mismas caras desde hace décadas”, apunta Elfiel. Pethers, por su parte, aconseja paciencia antes de dar pasos en falso que activen ese déjà vu pertinaz: efímera aventura democrática—golpe de Estado—dictadura. Y vuelta a empezar. Las urnas, estima, pueden esperar. “Tienen que surgir nuevos partidos, consolidar la atmosfera necesaria para una campaña electoral no dividida. No es suficiente con tener clubs de hombres mayores y, ocasionalmente, alguna mujer”.
Durante la dictadura, el rigor islamista asfixió la vida pública de las sudanesas. “Se les ordenaba cómo tenían que vestir, hasta cómo tenían que andar”, recuerda Elfiel. Cuando saltó la chispa de la protesta, las mujeres salieron en masa a manifestarse. “Se han aprobado leyes que, en cierta medida, liberan nuestro comportamiento fuera del hogar. Son pequeños logros, localizados sobre todo en las ciudades, pero que demuestran que la sharia ya no regula el país”, observa Khair.
La constitución transitoria fija un 40% de cuota femenina para los puestos de responsabilidad. Papel mojado, explica El Mahdi. “No se cumple, por lo general siguen excluidas de la toma decisiones”. En el Consejo Soberano de 14 miembros que gobierna el país, solo hay dos sillones ocupados por mujeres. Una de ellas, Aisha Musa Sayeed, dimitió hace unas semanas. No lo hizo enarbolando la bandera del feminismo. Su renuncia se gestó en constantes choques con los líderes militares del consejo. Fricciones que dan fé del espíritu acaparador del ejército sudanés, habituado a mandar —con total naturalidad— en la esfera política.
Contar el cambio
Mientras un liderazgo diverso se consolida y las cúpulas de Sudán dirimen sus encontronazos, la expansión de una mentalidad democrática afronta desafíos inmensos. “La prioridad es contar que las cosas han cambiado y cómo, en algunas zonas remotas la gente ni lo sabe”, considera Khair. Con una tasa de analfabetismo del 40%, la televisión podría erigirse como generador idóneo de corrientes de convivencia. “Pero sigue copada por programas de entretenimiento. Nadie podría decir que estamos en medio de una transición”, continúa Kahir, quien percibe en la radio “un elemento más dialéctico”.
Las altas cotas de libertad de prensa son síntoma de los nuevos tiempos. Se revelan como efecto palpable de que Sudán va dejando atrás una historia de opresión. “Los periodistas pueden ahora, hasta cierto punto, decir o escribir lo que quieran”, certifica Khair, colaboradora habitual de medios como Al Jazeera. Arma de doble filo en un país a flor de piel. Los medios pueden cultivar tolerancia o echar leña al fuego. “Desde la UNITAMS promovemos seminarios y otras acciones con periodistas locales para atajar los discursos de odio, muy presentes en países con conflictos inter-étnicos como Sudán”, subraya Pethers.
Las altas cotas de libertad de prensa son síntoma de los nuevos tiempos, de que Sudán va dejando atrás una historia de opresión
Pocos apuestan por el éxito de la democracia sudanesa si el nuevo régimen no emite pronto señales de bonanza. Deseo de libertad y hambre convergieron en la revolución de 2018. Elfiel admite que “el aumento del precio del pan y otros bienes básicos fue el detonante”. Y Khair sintetiza una cruda certeza: “La libertad no se come”.
Sudán dibuja un panorama económico desolador: a la cola mundial en el índice de desarrollo humano, tasa de paro superior al 50%, inflación por encima del 400%. El FMI supervisa un programa de reformas que, hasta el momento, ha hundido más a los más vulnerables. La covid-19 sigue añadiendo su ingrediente de desesperación, agravando una crisis sempiterna que amenaza con torcer la senda democrática. “No es fácil hablar de elecciones y parlamentos cuando tanta gente lucha por su supervivencia día a día”, constata Khair. Este verano se han intensificado las protestas con raíz económica. Algaradas que recuerdan demasiado a las que tumbaron a la dictadura.
La democracia sudanesa da sus primeros pasos consciente de que, en una mano, ha de agarrar con vigor la lucha contra la pobreza. Y en la otra, sostener firme una paz estable. Durante el siglo XXI, la retina del país se ha ido velando con el rojo espeso de la sangre. El nacimiento —como mal menor— de Sudán del Sur y el drama de Darfur son las caras más reconocibles de una interminable galería del horror. Pero regiones como Blue Nile o Kordofan del Sur siguen arrastrando su propia historia de violencia. Fuerzas armadas, grupos rebeldes, milicias paramilitares... La dicotomía víctimas/verdugos se difumina y solo emerge algo cierto: la inocencia de la población civil, de aquellos que nunca empuñaron un arma.
En principio, la democracia favorece una reconciliación nacional. Aunque no alcanzar ese abrazo podría, en sentido inverso, dinamitar los frágiles pilares democráticos que va levantando el país. “Lo esencial es que la construcción de la paz y de la democracia avancen juntas”, asegura Pethers. El acuerdo de Juba, firmado en octubre del pasado año, supone un hito histórico. Un logro impensable hace unos años. Para El Mahdi, sin embargo, “las prisas han derivado en un texto fraccionado y lioso, poco exhaustivo”.
Elfiel opta por encarar el corto plazo bajo una máxima: buscar un equilibrio entre la necesidad de justicia y la participación en democracia de los muchos actores con cadáveres en nómina. Juego de malabares en el que el hartazgo de muerte podría ser el motor del perdón. Sudán trata de atisbar un porvenir en el que prosperen libertades y bienestar. Pero no es fácil imaginar un futuro colectivo sin coser antes sus lacerantes heridas, tan recientes.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.