La verdad no puede depender de Google
Es un riesgo para la democracia delegar la información en empresas cuyo negocio depende de la atención, no de la veracidad. Y que deciden qué vemos sin transparencia ni rendición de cuentas
La historia se repite, y no aprendemos. Dos décadas de colonización digital no han servido de alerta para proteger nuestro ecosistema informativo y nuestra democracia ante el asedio de la IA y las grandes tecnológicas. Hemos fallado en prevenir la nueva ola de canibalización de datos y contenido, y nos enfrentamos a las consecuencias: un oligopolio cognitivo que nos está costando la convivencia y el entendimiento. Primero fue Google, luego Meta y ahora los gigantes de la IA generativa con sus sistemas de extracción de todo el contenido sobre la faz de internet y, si les dejamos, de la Tierra. Expolian el material, se lo apropian y dejan fuera de juego a sus autores, convirtiéndose en los grandes guardianes de un conocimiento que no han creado. Y, para colmo, a menudo lo regurgitan de manera incorrecta.
A pesar de ello, para muchas personas lo que diga la IA es suficiente. La mayoría no se molesta en hacer clic en los enlaces para comprobar su veracidad. Para muestra, un estudio de TollBit que dice que los chatbots envían un 96% menos de tráfico a webs informativas y blogs que las búsquedas tradicionales. La paradoja es que tenemos más acceso a más fuentes de información que nunca, y acabamos recurriendo a una sola. Los chatbots y resultados de IA son la cárcel informativa de nuestro tiempo. Desintermedian, una vez más, al resto de actores del ecosistema informativo, justo cuando más se les necesita. Y acabamos encerrados en cámaras de eco, desinformación, bulos, charlatanes y propaganda.
Las big tech y las empresas de IA generativa acaparan porciones crecientes del pastel publicitario, fagocitando los pilares esenciales de la sostenibilidad de los medios: la generación de valor (la información) y su fuente de ingresos (los anunciantes). Estos invierten en redactores, corresponsales y equipos de verificación y edición que acaban trabajando para las máquinas. Las grandes plataformas hacen caja mientras las empresas periodísticas se degradan y, con ellas, el bien público que representan. Sin una prensa libre y un flujo abierto de información no hay verificación, ni contrapesos, ni pluralidad, ni una ciudadanía informada. La democracia no puede delegar su sistema de verdad en empresas cuyo negocio depende de la atención —no de la veracidad— y que deciden qué vemos sin transparencia ni rendición de cuentas.
La crisis del periodismo y la erosión del debate público a la que asistimos es una consecuencia directa de la concentración de poder digital y de la enorme asimetría entre quienes producen conocimiento y quienes lo explotan sin límites, que es imperativo contrarrestar. Europa cuenta con herramientas legales para ello, desde las leyes de competencia hasta las que afectan a los mercados digitales y la IA, y los marcos de propiedad intelectual. La Comisión Europea impuso este septiembre a Google una multa de 2.950 millones de euros por abuso de posición dominante en el mercado de la publicidad digital. Ahora investiga al buscador por posible uso, sin su permiso, del contenido de medios de comunicación y creadores, tanto para entrenar su IA Gemini como en los resultados que ofrece.
Meta también se enfrenta a una investigación por posible conducta anticompetitiva con la IA en WhatsApp. En España, la compañía deberá indemnizar con 479 millones de euros a 87 editoras de prensa digital y agencias por competencia desleal. X, por su parte, tendrá que pagar una multa de 120 millones de euros en la Unión Europea por falta de transparencia publicitaria y por el diseño engañoso de su marca azul de verificación.
Son pasos necesarios pero insuficientes. Solo en EE UU se calcula que Google y Meta deberían pagar a los medios unos 12.000 millones de dólares anuales (más de 10.000 millones de euros), considerando que una división justa daría a los editores el 50% de los ingresos relacionados con noticias obtenidos por estas plataformas. Y eso era en 2023, antes de la integración de la IA generativa en buscadores y numerosos productos. Las investigaciones deben ampliarse a estos casos, y a las empresas de IA generativa. No solo por el uso masivo de contenido protegido para entrenar sus sistemas, sino por su impacto económico y estructural en todo el ecosistema informativo.
Por otra parte, se han ganado batallas en materia de derechos de autor, pero no podemos fiarlo todo a litigios interminables ni a resoluciones de tribunales que a menudo carecen de conocimientos técnicos para evaluar correctamente los sistemas de IA. Además, el marco legal no cubre correctamente su funcionamiento.
Hace falta una acción política y social decidida para equilibrar el ecosistema informativo: exigir transparencia algorítmica, garantizar mecanismos de compensación y exclusión del uso de contenidos, aplicar de forma coordinada las herramientas legales existentes, reforzar la protección de los autores, devolver a las personas el control sobre su régimen informativo, y blindar el papel de los medios como instituciones democráticas esenciales.
La verdad no puede depender de Google y sus secuaces, pero lo cierto es que lo hace. Y, con ella, nuestra capacidad colectiva para interpretar el mundo, debatirlo y avanzar como sociedades. Las grandes tecnológicas no pueden quedar impunes cuando dañan el interés público. No está en juego un sector económico, sino las condiciones mismas de la democracia. Si no damos la batalla ahora, quizá mañana sea tarde.
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