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TRIBUNA
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Regreso a La Catedral

El clásico de Mario Vargas Llosa es probablemente la más grande novela política de mi tradición

Juan Gabriel Vásquez

En la mañana del martes pasado, bajo un cielo gris sin resquicios como suele ser el cielo de Lima, llegué a un lugar que conocía de memoria aunque no había estado nunca en él: la puerta del diario La Crónica. Nunca había pasado por allí, a pesar de que en ese punto de la ciudad comienza una de las novelas que han apuntalado mi vida de lector y mi vocación de novelista. Conversación en La Catedral, que Mario Vargas Llosa consideraba a veces su mejor obra (y a veces, simplemente, la que más esfuerzo le había costado), se abre con un periodista de 30 años llamado Santiago Zavala, que sale del diario donde redacta editoriales sobre cualquier cosa, mira sin amor la avenida Tacna y se pregunta en qué momento se había jodido el Perú. Y al hacerlo —al hacerse esa pregunta— echa a andar una de las ficciones más ricas y abarcadoras de nuestra lengua, una de esas novelas que trastocan para siempre la manera como entendemos nuestro mundo los ciudadanos de América Latina. ¿Qué es un latinoamericano? Es alguien que se pregunta, cada cierto tiempo, en qué momento se jodió su país. ¿Qué es un escritor latinoamericano? Es alguien que intenta contestar a esa pregunta mediante construcciones de palabras.

La idea de aquella visita fue de la escritora Verónica Ramírez, que buscó la guía de uno de los grandes expertos en la Lima de la literatura: Luis Rodríguez Pastor. Y allí estaba yo gracias a ellos, caminando como Santiago Zavala hacia la plaza San Martín, pasando como él por el espacio frente al Hotel Crillón donde un perro le lame los zapatos, llegando al bar Zela como llega Santiago Zavala para encontrarse con un colega y preguntándome, como no se preguntó jamás Santiago Zavala, por qué estaba dedicando toda una mañana a repetir los recorridos que hizo un personaje inexistente antes de que le ocurrieran cosas imaginarias. Nunca he podido justificar la compulsión extraña que me lleva a buscar los lugares donde ocurren mis ficciones predilectas, y sé muy bien que, para buena parte de los lectores de novelas, se trata de una mitomanía absurda. No lo niego, pero no se trata sólo de eso. Las ficciones que nos han marcado no son solamente territorios de la imaginación, sino que forman parte de nuestra experiencia de maneras inexplicables, y conocerlos con el propio cuerpo es como regresar a los espacios de la infancia: los recordábamos mal o de manera incompleta, y al volver entendemos por fin la magnitud y el significado de lo que nos sucedió en ellos.

Los espacios reales de Conversación en La Catedral son, como es apenas predecible, distintos de las imágenes mentales que las palabras de la novela habían puesto en mi memoria. Pero Lima quería ser generosa con sus lectores fetichistas, y allí estaban la misma avenida Tacna, los mismos edificios desiguales y descoloridos, el mismo mediodía gris, los mismos perros callejeros e incluso uno de los mismos lustrabotas de esa primera página que tantas veces he leído. Pero lo que ya no estaba, lo que ha desaparecido para siempre, es La Catedral. El viejo bar del título es ahora una fachada ruinosa pintada de verde oscuro y rota en tantas partes que uno puede ver, por debajo de la pintura descascarada, las tripas de ladrillo de las paredes tristes. Sobre la puerta de latón, cubierta casi enteramente por un graffiti blanquiazul que navega entre la hostilidad y la inocencia, un enorme letrero amarillo anuncia que la propiedad está en venta. Por dentro, me informa Luis Rodríguez Pastor, ya no quedan ni los restos de lo que era La Catedral: ni rastro de aquel local popular donde Santiago se sienta a tomarse varias cervezas y a tener una conversación.

El lugar de la imaginación es irrecuperable, salvo por algunas fotos que le tomaron a Vargas Llosa en julio de 1969. Allí posa bajo la enseña del bar, frente a los inmensos portones de madera, bajo el arco blanco y bien pintado que ahora es una ruina. Allí, en esas mesas que ya no existen, Santiago Zavala pasa unas horas con un hombre fornido que fue guardaespaldas de los poderosos durante la dictadura de Odría. Ambrosio, se llama el hombre, y se gana la vida matando perros a palazos en una de las perreras de la ciudad. Esa conversación que tienen Santiago y Ambrosio es la columna vertebral de la novela, el tronco de un árbol de casi 700 páginas al que le salen como ramas otras conversaciones y, colgando de ellas, las escenas y los recuerdos de la dictadura que los corrompió a todos, que les arruinó a todos la vida. Éste es el material ingente de esta novela extraordinaria cuyos primeros borradores, según ha contado Vargas Llosa, llegaron a tener más de 3.000 páginas. Carlos Barral, el editor que inventó el boom latinoamericano tanto como sus autores, pensaba publicar la primera versión definitiva en cuatro tomos gruesos; después de una edición despiadada, Vargas Llosa la acabó reduciendo a los dos tomos en que apareció la novela.

Conversación en La Catedral es probablemente la más grande novela política de mi tradición: el equivalente latinoamericano de lo que son Los demonios de Dostoievski para la novela europea. Su grandeza es fácil de ver ahora, cuando el tiempo le ha dado el lugar que sin duda se merece, pero me gusta recordar que los buenos lectores lo vieron con claridad en el momento de su publicación. Cuando la terminó de leer, en diciembre de 1970, Álvaro Mutis le escribió a Vargas Llosa: “Conversación en La Catedral ha sido para mí la primera NOVELA de nuestras patrias hispanoparlantes. Novela en el sentido en que lo son para mí La educación sentimental, Ana Karenina, Bleak House o Las ilusiones perdidas”. Y luego: “Es el libro más tremendamente serio y definitivo que se ha escrito en nuestras tierras”. Yo añado que es un libro milagroso: pues me parece casi inverosímil —por la complejidad de su arquitectura, la variedad de su medio centenar de personajes y su conocimiento del mundo— que lo haya publicado un joven de 33 años, aunque haya sido el mismo joven que tenía ya bajo el cinturón dos maravillas como La ciudad y los perros y La casa verde. Si en ese momento —antes de haber llegado a lo que Dante llama el medio del camino de la vida— Vargas Llosa hubiera dejado de escribir, lo ya escrito le habría bastado para tener una silla permanente en la mesa de la literatura.

Durante mi estadía limeña, una pareja de amigos queridos me regaló otro extraño privilegio: gracias a ellos pude ver una entrevista que Vargas Llosa le hizo al pintor Fernando de Szyszlo, su amigo y su cómplice, para un programa de televisión que dirigió durante un par de años. En ella le pregunta, palabras más o menos, cómo imagina su destino de artista: qué le gustaría haber hecho cuando mire hacia atrás desde el futuro. Para aclarar la pregunta, Vargas Llosa dice que a él, por ejemplo, le gustaría haber escrito una gran novela, una novela digna de Tolstoi o de Flaubert. La conversación es de finales de 1981. Pocos meses antes de hacerla, Vargas Llosa había publicado La guerra del fin del mundo; mientras veía la entrevista, yo tenía en mis manos la nueva edición de Conversación en La Catedral, que releo por estos días. Pensé: sí, así es. Pensé: puede estar tranquilo.

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Sobre la firma

Juan Gabriel Vásquez
Nació en Bogotá, Colombia, en 1973. Es autor de siete novelas, dos libros de cuentos, tres libros de ensayos, una recopilación de escritos políticos y un poemario. Su obra ha recibido múltiples premios, se traduce a 30 lenguas y se publica en 50 países. Es miembro de la Academia colombiana de la Lengua.
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