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Tribuna
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Despedida a un novelista

El punto final a la carrera de Mario Vargas Llosa me ha emocionado por lo que significó para mi experiencia de latinoamericano y para mi vocación de novelista. Sus obras forman parte de mis recuerdos tanto como mis propias vivencias

Vasquez 21 diciembre
SR. GARCÍA
Juan Gabriel Vásquez

En la última página de Le dedico mi silencio, después del punto final de la novela, Mario Vargas Llosa escribe dos párrafos sorprendentes. Ocupan el lugar de esas notas de autor, más o menos convencionales, donde se dan dos o tres precisiones sobre la escritura del libro que acabamos de leer, y así nos cuenta Vargas Llosa que terminó el borrador de esta novela en Madrid, el 27 de abril de 2022, y que pasó los meses siguientes corrigiéndolo. Pero entonces, de manera súbita, de una línea a la otra, la nota inofensiva toma el tono y el lenguaje de un diario: Vargas Llosa anuncia un viaje al norte del Perú; luego cuenta que ya lo ha hecho, y que le ha servido mucho; luego escribe: “Creo que he finalizado ya esta novela”. Su intención ahora es terminar un ensayo sobre Sartre, dice enseguida, y cierra el párrafo –y el libro– con estas palabras: “Será lo último que escribiré”.

No pensé que esa página sencilla me fuera a emocionar como lo ha hecho, a pesar de que la leí con la conciencia plena de lo que la obra de Vargas Llosa ha significado para mi experiencia de latinoamericano y mi vocación de novelista. Pues con esa despedida no se cierra solamente una de las empresas literarias más ricas, abarcadoras y ambiciosas de nuestro tiempo, sino también la obra de una generación entera que transformó dos cosas para siempre: la literatura en lengua española y el lugar de América Latina en el imaginario del mundo. Vargas Llosa es el último de una estirpe, el único superviviente de ese puñado de escritores que hemos agrupado bajo el tosco rótulo de boom latinoamericano, cuyos libros han ocupado para muchos de nosotros el lugar de una verdadera educación: literaria, como es evidente, pero también sentimental y política. Las grandes novelas del boom quisieron reescribir la historia latinoamericana; lo que también lograron fue darnos a algunos las herramientas para inventar nuestra biografía.

Así es. Yo puedo decir —y aquí ya paso a la primera persona— que mi vida civil es incomprensible sin los libros de estos escritores, desde sus ficciones a sus ensayos y desde su periodismo a su poesía. Mi relación con ellos comenzó con la lectura de El coronel no tiene quien le escriba, que hice a los 11 años como tarea escolar, y en el curso de las cuatro décadas siguientes ha sido una presencia constante: esos libros han sido a veces un modelo y un acicate, y a veces una autoridad incómoda contra la cual sólo cabe la rebeldía, pero siempre han estado allí, como una suerte de país portátil. Una parte considerable de mi vida de lector y novelista tiene lugar en otras lenguas y otras tradiciones, pero ese momento preciso de la literatura latinoamericana del siglo XX, el que empieza con Borges y termina con Vargas Llosa, es para mí un hogar, por lo menos en el sentido de aquel verso de TS Eliot: el lugar del cual partimos.

De manera que los autores del boom latinoamericano, así como los que vinieron arrastrados por ese fenómeno, tienen en mi biblioteca —la física y la emocional, que no siempre coinciden— un lugar de enorme importancia. Pero esto es una constatación banal; más interesante es señalar que se trata de un lugar contradictorio, pues estos nombres son al mismo tiempo clásicos y contemporáneos, fundadores de mi tradición y presencias en mi mundo. Por la época en que murieron Cortázar y Borges yo empezaba apenas a leer en serio, pero desde que empecé a publicar libros he vivido en un mundo donde se publicaban también, y con cierta regularidad, las nuevas obras de los que han hecho mi tradición: Cabrera Infante, Fuentes, García Márquez. Lo cual es más o menos como si Flaubert siguiera publicando cada tres años sin que cambiara la circunstancia de que escribió Madame Bovary. Mario Vargas Llosa, por supuesto, es el último de esos novelistas, pero es además el que marcó de manera más clara, y desde un comienzo, mi forma de entender el oficio.

No sé cuántas páginas he escrito sobre sus novelas, pero las que prefiero son parte de mis recuerdos tanto como mis propias vivencias. El robo del examen y el encuentro final entre el Jaguar y el teniente Gamboa, el cuerpo de Jum colgado de un árbol en Santa María de Nieva, la conversación en las oficinas de Cayo Mierda, el barón de Cañabrava haciendo algo imperdonable cuando lo sorprende su mujer, que ha enloquecido: estas escenas siguen viviendo todavía en mi memoria como si las hubiera visto. Pero he dicho con frecuencia que, más allá del arte de hacer novelas, Vargas Llosa representó para mí una forma de asumir la vocación literaria que sólo puedo llamar liberadora. A mis veinte años, yo era un estudiante de Derecho que acababa de descubrir una verdad incómoda: lo único que me interesaba era leer novelas y tratar de escribirlas. En mi desorientación de esos días, mientras leía como si me fuera la vida en ello, me aferraba desesperadamente a otras palabras que no existían en las novelas, y no puedo saber qué me habría pasado si no las hubiera descubierto a tiempo.

Esas palabras están en La literatura es fuego, un discurso de los años 60 donde el oficio literario es una “diaria y furiosa inmolación”. Están en La orgía perpetua, donde Flaubert le sirve a Vargas Llosa para defender las virtudes de la dedicación casi monacal a un oficio que lo exige todo. Están, con tono más confesional, en las páginas autobiográficas de El pez en el agua: “Sólo sería un escritor si me dedicaba a escribir mañana, tarde y noche”. No sé cuántas veces leí en mis años de incertidumbre —que son los más, que en realidad nunca se acaban— una entrevista sin desperdicio que Vargas Llosa le dio en los años 70 al escritor colombiano Ricardo Cano Gaviria. “El escritor auténtico lo pone absolutamente todo al servicio de su vocación”, dice allí Vargas Llosa. “Lo que va en contra de los intereses de la literatura es suprimido, descartado”.

Ahora los años han pasado, y ya no puedo decir con certeza qué vino primero para mí: si el descubrimiento de mi vocación o el de un escritor que la encarnaba de manera rotunda y la explicaba con elocuencia. Para un joven que comenzaba a escribir en un mundo movedizo como la Colombia de los primeros años 90, enfrentándose a la resistencia de mecanismos sociales cuya explicación no cabe en estas líneas, lidiando con el futuro incierto y la posibilidad del fracaso, esas páginas fueron auxilios invaluables. La literatura no como una profesión, ni como una manera más o menos digna de ganarse la vida, ni mucho menos como un medio para otras cosas (la frivolidad del éxito, los malentendidos del prestigio); la literatura como una forma de estar en el mundo que es devoradora, exclusiva y excluyente, y la disciplina, incluso a costa de sacrificios, como única forma posible de su ejercicio. Muchos novelistas están más presentes que Vargas Llosa en mis novelas, pero es probable que ninguno lo esté más en mi comprensión de lo que hago todos los días. Entenderán ustedes que me haya causado una impresión tan profunda su despedida, y acaso perdonen estas líneas demasiado francas y un punto melancólicas: pero es que el riesgo de la impudicia me parecía preferible al de la ingratitud.

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