Así se jodió el Perú
Podría decirse que Pedro Castillo resumió, de forma casi paródica, en qué consiste presidir Perú
Desde hace 40 años, todos los presidentes de Perú (salvo los provisionales o los que mueren a tiempo) acaban detenidos. Pedro Castillo no hizo nada que no hubieran hecho sus ilustres predecesores.
Primero intentó proclamarse dictador, como Alberto Fujimori. Luego intentó escapar, como Alejandro Toledo. Quienes le vieron durante esas horas disparatadas describen a una especie de fantasma atónito, a un tipo destruido. Cuando desapareció por un rato, temieron que se hubiera suicidado, como Alan García. Podría decirse que Pedro Castillo resumió, en forma casi paródica, en qué consiste presidir Perú.
Por resumir, parece evidente que las instituciones peruanas no funcionan porque no está claro si manda el poder legislativo o el ejecutivo. Y por seguir resumiendo, la corrupción generalizada entre los gobernantes, los parlamentarios y los jueces impide solucionar el problema. Si los que mandan no cumplen la ley, se asume que nadie debe hacerlo. El 70% de los trabajadores no pagan impuestos ni reclaman servicios: se conforman con que la injusticia general no les afecte en particular.
Y la vida sigue. En Lima se come de maravilla, la economía crece, la moneda es relativamente estable. Los dólares del narcotráfico y una minería salvaje (lean sobre la existencia desesperada de los niños mineros en Potosí, del periodista Ander Izaguirre) son los puntales de un país que, en célebre frase de Mario Vargas Llosa (excandidato a la presidencia de Perú), se jodió un día y ya nunca logró desjoderse.
¿Cuándo se jodió Perú? La fecha se ignora. Pero puede afirmarse que eso ocurrió cuando la ley se convirtió en un juguete.
Hay que tener mucho cuidado con estas cosas.
En cuanto un gobernante se permite jugar con la ley, crea un precedente. Dudo que a Pedro Castillo, un hombre caracterizado por cierta confusión mental, se le hubiera ocurrido lo del autogolpe si no hubiera tenido a mano el ejemplo de Alberto Fujimori.
Supongamos que en España se efectúa finalmente una reforma del Código Penal dirigida a satisfacer las necesidades de un grupo muy concreto de personas: los dirigentes del procés. Primero se les indultó. Ahora conviene modificar los delitos de sedición y malversación, justamente aquellos en que habían incurrido dichos dirigentes y, presuntamente, decenas de sus subordinados. Esto se hace, faltaría más, con las mejores intenciones: pacificar la sociedad catalana, garantizar la estabilidad gubernamental, homologarse con las legislaciones europeas y otros nobles empeños. En este contexto, ya no parece tan execrable (aunque siga siéndolo) que el líder de la oposición presuma de mantener secuestrado al Poder Judicial para evitar que el Gobierno juegue con él.
Así se convierte la ley en un juguete. Convirtiendo la malversación, o sea, el robo de fondos públicos, en un recurso político perfectamente legítimo siempre que el ladrón robe para otros, o por la nación, o por la causa, o por el partido, o por el bien de la humanidad. Ni los gobiernos del PP se atrevieron a tanto. ¿Por qué deberían privarse de hacer en el futuro reformas similares? ¿Por qué no van a efectuar “microrreformas quirúrgicas” para librarse de pasados, presentes y futuros asuntos de corrupción?
Ojo, porque así se jodió Perú.
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