La casa de los europeos
Más allá de las obviedades y de las grandes abstracciones, hoy lo que toca es seguir defendiendo a Ucrania


En uno de los apuntes del diario que Ludwig Wittgenstein escribió en 1930 se lee: “Es verdad que se ha de poder vivir también en los escombros de las casas en las que se acostumbraba a vivir. Pero es difícil. Se había tomado el gusto al calor & comodidad de las habitaciones, aunque no se supiera. Pero ahora, cuando uno deambula por las ruinas, se sabe”. ¿A qué se refería el autor del Tractatus en aquel momento, qué tenía en la cabeza? Un poco más adelante dice: “No puedo, es decir, no quiero renunciar al disfrute. No quiero renunciar a disfrutar y no quiero ser un héroe”. Las anotaciones que hacía Wittgenstein en su diario son caprichosas, no siguen ningún hilo, saltan de una cosa a otra, de un detalle personal a una reflexión sobre los colores, sobre la música, sobre sus proposiciones filosóficas.
La referencia a habitar “en los escombros de las casas” recuerda lo que sucede en las guerras. Cae una bomba, y se acabó. Aquella antigua tranquilidad, las cosas que se tenían cerca y que daban sentido al día a día, el escondrijo para las ensoñaciones, todo eso desaparece y lo que hay, lo que queda, no es más que la intemperie.
Nadie quiere una guerra, nadie quiere renunciar al disfrute, nadie quiere ser héroe. O casi nadie. Ernst Jünger fue uno de aquellos entusiastas que en 1914 creían en la capacidad transformadora de la violencia para poner en marcha sus proyectos de grandeza patriótica. Así que se alistó en cuanto pudo y no tardó en llegar al frente. “El espectáculo de los que estaban destrozados por las granadas me ha dejado completamente frío”, dice en su Diario de guerra (1914-1918) (Tusquets). Un tiempo después, registra el balance de uno de los episodios a los que lo condujo su coraje: “Salvo algunas pequeñeces como tiros de rebote y desgarros, en total había recibido al menos catorce impactos, a saber cinco disparos de fusil, dos cascos de granada, un balín de shrapnel, cuatros cascos de granada de mano y dos de disparos de fusil, que, con los orificios de entrada y salida, habían dejado justo veinte cicatrices” (Tempestades de acero, Tusquets).
Hay una guerra en Europa, y por todas partes ahora se habla de rearme. En agosto de 1914, Lenin ordenó a los bolcheviques de la Duma que debían “declarar solemnemente en la Asamblea su oposición a la guerra y su voluntad de ver a Rusia derrotada”, explica Hélène Carrere d’Encausse en su Lenin (Espasa). Luego cuenta también que, en Berna, donde vivía el líder revolucionario, reunió a los suyos y les dijo: “Esta guerra es la del imperialismo. La del saqueo. No es la paz lo que debemos reclamar. Eso es una consigna de curas. ¡El eslogan del proletariado debe ser la transformación de la guerra en guerra civil, para destruir para siempre el capitalismo”.
La patria, la revolución, la paz. “Feliz aquel que quiere ser recto no por cobardía sino por sentimiento de rectitud o por consideración de los otros”, escribe Wittgenstein —Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932 / 1936-1937 (Pre-Textos)—. “Mi rectitud, si es que soy recto, surge la mayoría de las veces de la cobardía”. En esas inquietudes andamos los europeos hoy. En un artículo de 2020, Rafa de Miguel recordó en este periódico cómo Wittgenstein se revolvió en tiempos de la Gran Guerra contra el pacifismo de Bertrand Russell. Las diferencias políticas entre naciones, le reprochó, no se resuelven con la afirmación de obviedades. “Todo el mundo prefiere la paz a la guerra, vino a decirle”. Y salió a alistarse en el ejército austrohúngaro. Hoy lo que toca es seguir defendiendo a Ucrania.
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