Ernst Jünger, el cazador sutil
Se publica el último volumen de los diarios del novelista alemán sobre la condición humana
“Recibidos por la tarde cartuchos y ración de reserva”. Con esa frase arranca todo. Es del 30 de diciembre de 1914, cuando el joven Ernst Jünger está a punto de partir hacia el frente de batalla. Unos días después, el 4 de enero, escribe: “En realidad, la guerra me parecía más horrible de lo que en realidad es. El espectáculo de los que estaban destrozados por las granadas me ha dejado completamente frío, y asimismo todo este pim pam pum, aunque varias veces he oído silbar muy cerca las balas”. Ese es su tono, ese va a ser el tono de todos sus escritos: gélido y distante, crudo, sin ningún afán especial por agradar, concentrado al máximo en sacar petróleo de cualquier parte: las experiencias propias, las lecturas, los viajes, el arte y la arquitectura, la flora y la fauna, las drogas y la ebriedad, sus amados insectos, los sueños.
La quinta parte de Pasados los setenta V. Diarios (1991-1996) es la última entrega de los diarios de Ernst Jünger. En total son ocho volúmenes que suman 3.800 páginas (todos en Tusquets): el que dedica a la I Guerra Mundial, los dos que cubren su experiencia en la segunda catástrofe del siglo XX (Radiaciones) y los cinco que escribió entre 1965 y 1996. En una anotación del 13 de noviembre de 1941 se refirió a este tipo de escritura: “Lo que en lo más íntimo de nosotros nos ocupa, eso es algo que se sustrae a la comunicación y aun casi a nuestra percepción”.
Testigo del siglo XX
Jünger nació en Heidelberg el 29 de marzo de 1895, sus años escolares los pasó en Hannover y al poco de cumplir los 18 años se fugó de casa y se alistó en Francia en la Legión Extranjera, pasó por Orán y terminó en el acuartelamiento de Sidi Bel Abbés, de donde intentó fugarse. Lo pillaron y lo metieron en un calabozo; fue su padre el que logró sacarlo de allí. En las trincheras de la I Guerra Mundial, a las que fue voluntario para librarse del instituto, se comportó con arrojo, lo hirieron varias veces y llegó a obtener la medalla Pour le Mérite, la máxima condecoración que concedía el ejército alemán.
Durante el periodo de entreguerras estudió zoología, cultivó la filosofía, se convirtió en un escritor famoso, frecuentó distintos círculos de radicales de derechas y era un exaltado patriota que celebraba la guerra como un camino de purificación interior, pero nunca fue nazi. Rechazó dos veces presentarse como diputado con los nacionalsocialistas y, cuando empezó la II Guerra Mundial y fue llamado a filas, estaba convencido de que Hitler estaba llevando a Alemania a la catástrofe.
Formó parte del alto mando militar, como capitán, cuando el ejército alemán invadió Francia en mayo de 1940 y, durante la ocupación frecuentó en París los círculos intelectuales y bohemios. Lo invitaron a fiestas, bebió champán con las personalidades más distinguidas, a veces le tocaba desempeñar algún enojoso servicio. Tuvo que supervisar, por ejemplo, el fusilamiento de un soldado que había sido condenado a muerte por deserción. Luego escribió: “Veo abrirse y cerrarse su boca [tras los disparos], como si quisiera articular vocales o decir todavía algo con gran esfuerzo”. La fría observación y el recuento exacto de cuanto sucede. Y la obsesión por la deriva de la guerra cuando sabe de los horrores que se cometen con los judíos: había que acabar con Kniébolo (así se refiere a Hitler) como fuera. No hubo manera. En octubre de 1942 fue enviado al frente ruso, de donde regresó en enero de 1943. Sus diarios coleccionan observaciones y reflexiones de todo tipo, pero no resulta fácil enterarse de lo que pasa en el mundo. El ruido político no forma parte de los intereses esenciales de Jünger.
Pasados los setenta, el último ciclo de sus diarios, se inicia en 1965 y termina en 1996, dos años antes de su muerte, a punto de cumplir 103 años. Hay algo severo y grave en su manera de contar las cosas, y procede siempre siguiendo la pauta de la que fue acaso su mayor pasión y que él llamaba “la caza sutil”. O lo que es lo mismo, la búsqueda y captura de los más variados insectos. Eso hacía en su escritura: atrapar los instantes, perseguir la sabiduría. El 28 de febrero de 1986 apuntó: “Despierto a medianoche. ¿Qué me importan dos guerras mundiales, que yo también he perdido, mientras sigo trabajando en la de los Treinta Años?”. Esas eran sus referencias: el remoto pasado, la antiquísima memoria grabada en el caparazón de sus escarabajos.
La última frase de sus diarios, escrita en Wilflingen el 17 de marzo de 1996, dice: “A lo mejor la intensa lectura de Dostoievski me vuelve susceptible ante tales apariciones”. Lo acababa de visitar un noble elegantemente vestido: “No pertenecía al sueño, sino que era palpable en la habitación”.
Las antenas del escritor
Ernst Jünger se mueve en sus diarios por épocas diferentes. Lo mismo habita en los remotos tiempos donde surgieron esos escarabajos que persigue con férrea obstinación que dialoga con las obras de Goethe o Lichtenberg como si fueran sus contemporáneos. El presente sigue ahí: las guerras en las que participó, las anécdotas de su mundo más próximo, la correspondencia con sus amigos, sus cultivos...
Hay veces en que algo le llama la atención porque conecta con sus preocupaciones más íntimas: el azar, la muerte, el coraje de lanzarse a la vida. Y así, durante un viaje a la isla de Samos el 20 de mayo de 1987, por ejemplo, de pronto irrumpe un apunte como una iluminación: “Leo que una chica a la que la vida en Saulgau, en nuestra Suabia, le resultaba demasiado aburrida, ha abandonado a su familia para irse a Berlín, precisamente a Kreuzberg, y que allí la han asesinado. No es un suceso especial, pero sí el sueño que atemorizó a la madre tras la despedida: vio cómo la hija iba a saltar por encima de una zanja y le advirtió de que… al otro lado había una ciénaga abismal. A pesar de ello, la chica saltó y al instante se hundió en un barro pardo, que se cerró sobre ella. La madre vio salir aún algunas burbujas de él. Las burbujas: eran las noticias”.
Babelia
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