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TRIBUNA
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El príncipe del País de las Mentiras

Erika, la hija de Thomas Mann, escribió para su efímera compañía de cabaret hace casi un siglo canciones eternamente actuales

Desde la izquierda, Erika Mann, Pamela Wedekind y Klaus Mann, en 'Anja und Esther'. La imagen fue publicada en 1925 por el 'Berliner Illustrirte Zeitung'.
Luis Gago

El sesquicentenario de su nacimiento invita a recordar la imponente figura de Thomas Mann, y no sólo como el formidable escritor que fue, sino también como la voz que se alzó firme y rotunda contra los fascismos y sus tropelías. Al día siguiente de llegar a Nueva York el 21 de febrero de 1938, en lo que sería el comienzo de su largo exilio estadounidense, The New York Times publicó algunas de sus declaraciones tras desembarcar del transatlántico Queen Mary bajo el titular, hoy tan paradójico, “Mann cree que Estados Unidos es la única esperanza de paz”. Entre ellas figura la frase, ya histórica, “Donde estoy yo, allí está Alemania”, seguida de otra no menos contundente, y dirigida asimismo probablemente a los jerarcas nazis: “Llevo mi cultura alemana dentro de mí”. Podían quemar y prohibir sus libros, pero no arrebatarle su esencia germánica. Al igual que haría Charles de Gaulle dos años después desde Londres, también frente a un micrófono de la BBC, Mann quiso erigirse —y le sobraban méritos para ello— en la conciencia moral de su país, de sus “Deutsche Hörer”: “El fascismo es una mentira y los dictadores representan una farsa”, espetó también a los periodistas que lo esperaban.

Sus dos hijos mayores, Erika y Klaus, se mostraron siempre más radicales que su padre. Jamás ocultaron tampoco su homosexualidad, aunque Erika se casó dos veces: un matrimonio efímero con el gran actor Gustaf Gründgens (que luego aceptaría sin escrúpulos el manto protector que le brindó Hermann Göring) y otro más fugaz aún con el extraordinario poeta W. H. Auden, a quien ni siquiera conocía personalmente (una boda de pura conveniencia para poder conseguir ella la nacionalidad británica). Los dos hermanos visitaron la España en guerra en 1938 y su artículo conjunto, Back from Spain, nueve páginas mecanografiadas originalmente en inglés, acaba con estas palabras: “Este viaje del que acabamos de volver no ha sido ningún viaje de placer, pero ha dejado huellas profundas en nuestros corazones. Hemos visto horrores que no conocíamos antes. Hemos confraternizado con la miseria y la devastación. Pero también esto es verdad: por primera vez desde que nos vimos arrojados al exilio hemos tenido la sensación de que podíamos ganar. Hemos visto al pueblo de España luchar contra el enemigo de su libertad. El enemigo que es también el nuestro. Esta es una experiencia que nada, ni siquiera el lapso de muchos años, podrá arrancar de nuestros corazones. Es lo más hermoso que hemos visto y sentido en el exilio”. Ambos ejercerían luego de corresponsales de guerra en la contienda mundial formando parte del ejército estadounidense.

Mucho antes, en 1925, Erika había estrenado la obra teatral Anja und Esther, una historia de amor lésbico de su hermano Klaus en la que su pareja era Pamela Wedekind, hija de Frank, que había fundado a principios de siglo en Múnich un cabaret político-literario llamado Die elf Scharfrichter (Los 11 verdugos), que sabemos que Franz Kafka visitó en su viaje a la capital bávara en 1903 gracias a una postal que envió a su amigo Paul Kisch. Hoy recordamos sobre todo a Frank Wedekind como el autor de dos obras de teatro, Espíritu de la tierra y La caja de Pandora, que sirvieron de base para el libreto de Lulu, la segunda ópera de Alban Berg, y para el guion de la película Die Büchse der Pandora, de Georg Wilhelm Pabst, que catapultó a la fama a la actriz Louise Brooks. Pero sus letras para Die elf Scharfrichter, dardos de un marcado cariz irónico, son no menos memorables.

Y fue el 1 de enero del funesto año de 1933 cuando, también en Múnich, en La Bonbonnière, Erika Mann ofreció la primera actuación de su propio “cabaret literario”, al que bautizó por sugerencia del mago, su padre, como Die Pfeffermühle (El molinillo de pimienta). El propio escritor se refirió asimismo a la efímera existencia de la compañía fundada por su hija como “el canto del cisne de la República de Weimar”, con toda la carga implícita que comporta esta frase. La Bonbonnière se encontraba junto a la Hofbräuhaus, la cervecería donde se había fundado 13 años atrás el Partido Nacionalsocialista. Su triunfo electoral, el colapso del régimen de Weimar y el ascenso al poder de Hitler segaron la hierba bajo los pies del grupo de Erika, que, a pesar del enorme éxito de público, pudo presentar únicamente dos programas antes de tomar un par de meses después el camino del exilio, trasladando su centro de operaciones a Zúrich, donde acabarían sufriendo también el hostigamiento de los Frontisten, los simpatizantes nazis suizos. Un intento de reubicarse en Estados Unidos en 1937 como The Peppermill no funcionó, porque allí el cabaret era un género muy diferente y porque las letras traducidas perdían gran parte de su mordiente original.

Erika anotó cuidadosamente en un cuaderno que conservamos el contenido de los cinco diferentes programas que ofrecieron (los dos estrenados en Múnich más otros tantos en Zúrich y uno en Basilea), integrados en gran medida por letras suyas y músicas del pianista del grupo, Magnus Henning. Muchos de sus integrantes eran judíos, lo que los hacía aún más indeseables a ojos de los nazis. En sus canciones no se daban nombres de lugares ni de personas, pero, como luego recordaría Erika, el público completaba mentalmente sin mucho pensar el quién y el dónde. Therese Giehse, la pareja de Erika, hizo famosa la canción Die Dummheit (La estupidez), que interpretaba con una peluca y un ancho vestido rosa, asustándose al final de su propia estulticia, pero ahora conviene recordar un texto escrito y representado por Erika, que lo estrenó en Basilea el 3 de octubre de 1934. Se titulaba El príncipe del País de las Mentiras (“Miento a todos los mentirosos contra la pared” reza el último verso de la primera estrofa) y hoy, anegados como estamos por las falacias, parece más pertinente que nunca.

“Las violetas pintan los campos de amarillo, en la guerra ningún hombre resultará herido”, cantaba Erika Mann (ataviada con gorra de aviador, fusta y pantalón negro de la SS) con música de Eugen Auerbach, que había tocado el piano en Viena en 1928 en conferencias de Karl Kraus y que moriría gaseado en Auschwitz. “Ja, ja, os lo creéis, ya me doy cuenta. Puedo leéroslo en la cara. Aunque haya sido una pura mentira, para vosotros es la pura verdad”, se mofaba a continuación. Y en el estribillo: “Mentir es bonito. Mentir es bueno. Mentir trae suerte. Mentir te anima. Las mentiras tienen piernas largas y bonitas. Mentir te hace rico. Las mentiras son preciosas. Funcionan como si fueran verdad. Te dejan limpio. Avanzan obedientes como los perros con correa”. En ese País de las Mentiras imaginado por Erika, “nadie puede ya decir la verdad. Una red multicolor de hilos de mentiras rodea por completo nuestro gran imperio. Allí todo es precioso, nos va bien, podemos matar a nuestros enemigos. Nos concedemos las más altas condecoraciones llenas de brillo mentiroso y valor mentiroso. A quien miente una sola vez, no se le cree, pero a quien miente siempre sí se le creerá”.

En este mundo cada vez más pródigo en mentiras, donde, como reza un adagio centroeuropeo que se lanzan entre sí los habitantes de países vecinos, aun lo contrario de lo que dice el otro tampoco es verdad, cada quien tendrá su mentiroso —héroe o villano— favorito, para amarlo o detestarlo, y hoy no faltan candidatos que habrían azuzado a buen seguro el ingenio de Erika Mann en Washington, Buenos Aires, Caracas, Tel Aviv, Moscú, Managua, Budapest, Valencia o, claro, en la Puerta del Sol de Madrid, donde urde a diario sus patrañas nuestro castizo Rasputín. A todos les va pintiparado lo que escribió Cicerón en De divinatione: Mendaci neque cum vera dicit creditur” (“Al mentiroso ni cuando dice verdad se le cree”). Es probable que ninguno de ellos conozca la canción de Erika Mann y, por tanto, tampoco habrán leído su conclusión. La hija del autor de La montaña mágica añadió a mano, a modo de didascalia, en su texto ya mecanografiado que el intérprete debe justo entonces “adelantarse, quitarse la gorra de la cabeza y lanzar al público en un tono implorante las cuatro últimas frases”. Que son las siguientes: “No les creáis. ¡Arrojad la verdad a la cara de las mentiras! ¡Porque la verdad se basta perfectamente por sí sola!” Reléanlo, releámoslo y luego, como escribiría años después Luis Cernuda en un poema que se vale de otro año fatídico como título: “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.
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