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Columna
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La izquierda y el racismo sin raza

De la exclusión por argumentos biológicos se ha pasado a la supuesta incompatibilidad cultural de ciertos grupos con la identidad nacional

Ilustración columna Máriam Bascuñán
Máriam Martínez-Bascuñán

¿Es progresista defender que una mujer lleve velo? La pregunta se hizo en un foro sobre migraciones donde se planteó si la respuesta podría ser otra pregunta: ¿es una mujer con velo una mujer oprimida? Evitaríamos caer en narrativas reaccionarias que la izquierda reproduce a veces de forma caricaturesca. Lo cierto es que las mujeres con velo han pasado de la casi total invisibilidad a una exposición extrema, en un enfoque que reduce sus dificultades a la cultura de origen, asumiendo que es inherentemente opresiva frente a la nuestra, blanca, europea y emancipadora. Ignoramos así los factores socioeconómicos, políticos y estructurales que afectan realmente a su integración. Es más fácil agarrarse al paternalismo de que estas mujeres, como víctimas pasivas, necesitan ser “rescatadas” o “corregidas” antes que reconocer sus capacidades, diversidad y agencia. Antes que verlas a ellas, y no al velo.

Dice Verena Stolcke que hoy se lleva un “racismo sin raza”: no se necesitan argumentos biológicos para excluir a nadie, pues ya tenemos las diferencias culturales. No hace falta decir que alguien es inferior genéticamente, como el racismo clásico; decimos que sus valores, costumbres y formas de vida son incompatibles con nuestra sociedad. Cuando la alcaldesa de Ripoll dice “no soy racista, soy islamófoba”, se adhiere a una falsa cultura pura y homogénea que cree que los migrantes son una amenaza a su identidad, como hace Junts y casi cualquier nacionalista. Si antes el racismo justificaba la exclusión, hoy se basa en la supuesta incompatibilidad cultural de ciertos grupos con la identidad nacional. Al imponerse el brutalismo discursivo de quien dice las cosas “como son” para rechazar el relativismo cultural, es más difícil identificar el racismo de un discurso que se dice valiente, franco, directo y sin filtros.

¿Y qué hace la izquierda? Defender el velo. Consigue, así, visibilizar los casos más extremos mientras invisibiliza los desafíos de las mujeres migrantes, su diversidad de experiencias y sus problemas de discriminación, convirtiéndolas en meros instrumentos que refuerzan estereotipos identitarios y falsas divisiones entre un “nosotros” emancipado frente a un “ellas” oprimido. Como con el rearme de Europa, a la izquierda le falta imaginación para eludir la trampa. La cooperación, los derechos humanos, el equilibrio económico y el cuestionamiento del colonialismo fueron las grandes conquistas discursivas del siglo XX. Que hoy, en un contexto de alta volatilidad geopolítica, la solución sea abandonar la OTAN es, siendo generosos, un tanto sorprendente. Para no caer en la lógica de la defensa y la seguridad, tal vez convendría abandonar discursos conservadores como decir que esto va de “defender nuestro estilo de vida”. Tal vez la pregunta que debamos hacernos es si, al calor de eso que llamamos autonomía estratégica, no hace falta un ejército que defienda la democracia y los derechos humanos y que el refuerzo de la capacidad defensiva sea parte del proceso de integración. ¿No es prudente cierta inversión militar en un contexto como el actual? ¿Cómo podemos vincular el gasto militar a la defensa de nuestros derechos en lugar de a nuestra frívola riqueza? El uso autónomo de la fuerza debería emplearse para preservar la lógica internacional en la que Europa dice creer. Los halcones olvidan que, además del rearme, la UE necesita otras reformas: completar la zona euro, desarrollar su dimensión social y crear normas solidarias en materia de fiscalidad, derechos, migración y refugio. ¿Pero la izquierda? ¿Dónde está la izquierda?

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Sobre la firma

Máriam Martínez-Bascuñán
Profesora de Teoría Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Autora del libro 'Género, emancipación y diferencias' (Plaza & Valdés, 2012) y coautora de 'Populismos' (Alianza Editorial, 2017). Entre junio de 2018 y 2020 fue directora de Opinión de EL PAÍS. Ahora es columnista y colaboradora de ese diario y pertenece a su comité editorial.
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