La educación de las niñas
La Lulú de Wedekind, prisionera entrenada para ser prostituta, es el retrato más atractivo y amoral de la literatura de fin de siglo
Antes de suicidarse, una anciana le entrega un manuscrito a su vecino, que decide darlo a conocer con un subtítulo explicativo: Sobre la educación física de las niñas. Escrito en primera persona, los lectores estamos autorizados a suponer que se trata de remotas experiencias de la anciana suicida.
Mine-Haha es el título de esta novela inconclusa de Frank Wedekind. Publicada en 1903, describe con todo detalle la disciplina que, en una casa blanca rodeada por parques, prepara a niñas elegidas para el refinado trabajo de la prostitución. Podemos imaginar que una de ellas vivirá y morirá como Lulú, el personaje al que Wedekind volvió una y otra vez. El aprendizaje, que dura siete años, comienza en la primera infancia, cuando las niñas prisioneras todavía casi no saben caminar. Tutoras un poco mayores las visten de blanco vaporoso y translúcido, con ligas verdes y zapatitos amarillos. Inconscientes y etéreas, se las entrena en la perfección de los primeros pasos y, casi enseguida, en intrincadas rutinas de danza, gimnasia y música: “Desde el primer día me eligieron para hacerme caminar con las manos. Dos niñas sostenían mis piernas hacia arriba. Mis cabellos caían hasta tocar el piso, y mi vestido también caía, desde la cintura hasta la nuca. De esta forma, con las piernas en el aire, caminaba sobre las baldosas”.
La disciplina de la casa blanca donde viven las niñas es utópica, mecanicista, carcelaria, tan repetitiva que los siete años transcurridos allí parecen un solo instante prolongado. De esas niñas, la narradora solo recuerda los movimientos, ni la voz, ni las palabras. La perfección del cuerpo de estas prisioneras se alcanza no por el azar de la naturaleza, sino por el ejercicio. Su erotismo es producto de la educación. Las niñas cumplen meticulosas indicaciones, ya que no existe en ese mundo la idea de un movimiento espontáneo: todo es inculcado, sin rebelión ni violencia. En ese orden ideal, quienes serán esclavas sexuales aprenden a ser portadoras de una sensualidad gentil, ordenada y sumisa.
El relato de Wedekind es apacible y, al mismo tiempo, perturbador. “La manera de estirar el cuerpo, la deliciosa facilidad con que alineaba los hombros, la dulce indolencia de los miembros dormidos, la flexibilidad de la espalda, el placer que acompañaba ser consciente de su propio cuerpo, todo me fascinó y me venció a tal punto que, durante días, me moví como en sueños”.
Cuando lleguen a la adolescencia, el espacio de las niñas se abrirá en un teatro. Allí, el texto queda inconcluso o quizá perfectamente concluido, porque el futuro de ellas, transcurrida la infancia, es circular en el mercado como idénticas piezas caras y perfectas. Pero de eso nada nos cuenta Mine-Haha, que (según informa la última línea del relato) quiere decir “agua que ríe”.
Así como Wedekind hizo de Lulú el retrato más atractivo y amoral de la literatura de fin de siglo, la educación de las niñas de Mine-Haha excluye el bien y el mal. Frente a las utopías que imaginan una infancia ordenada y benévola, la casa blanca de las niñas no tiene lugar para tales categorías. No sufren, no extrañan, no transgreden las leyes de la casa. Nada. Y esto es precisamente lo que fascina en la invención de Wedekind: la serenidad que adjudica a un mundo cuyos únicos valores son los de la perfección física. Un mundo de futuras esclavas eficientes y, quizá, felices porque su subjetividad ha sido esculpida desde el origen.
Me pregunto qué pasaría si hoy se leyera por primera vez este texto ¿decadente o distópico? Si elijo decadente, puedo mandarlo al depósito de la literatura fin de siglo, cuyas obras maestras no conectan con las prescripciones contemporáneas ni aceptan los juicios políticamente correctos. Si digo distópico, lo ubico en la literatura de anticipación. A las feministas que se indignaran con el frío esteticismo de la educación de las niñas podría responderse que Wedekind menciona varias veces que de esa misma forma y con idénticos fines son educados los niños. Pero eso no sería suficiente: ¿por qué se interesó en las niñas y no en el disciplinamiento corporal de los varones? Wedekind nos priva de observar con el mismo detalle cómo se educa a los hombres.
Desconocidas Lulú, ávidas y crueles, coquetas, asesinas y víctimas, se entrenaron en la casa blanca de Mine-Haha. Como esas niñas, también Lulú es una rebelde, fascinante y seductora, que terminará asesinada.
Wedekind atrajo escandalosamente con sus obras de teatro que tuvieron a Lulú como protagonista: El espíritu de la tierra, de 1895, y La caja de Pandora, de 1904. Esos dramas, cuya audacia no tiene límite, pasaron a la famosísima película de Pabst, que reveló la belleza inocente y provocativa de Louise Brooks, actriz del cine mudo. Y una obra maestra de la ópera es Lulú de Alban Berg, estrenada en 1937. Me atrevo a decir que es la ópera más conmovedora y bella del repertorio del siglo XX. Lulú, la desfachatada y perversa, ha recorrido un largo camino.
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