Por justicia y por respeto a las víctimas de la dana
Saber todo lo ocurrido durante las terribles horas de la tragedia en Valencia es reconocer a las víctimas, sobre las que tanto se habla

En el sumario de la dana consta el caso de un vecino, policía de profesión, que bajó a ayudar a los demás hasta que el agua echó la puerta abajo y entró de golpe en el garaje. Consta el caso de una mujer que trató de sostener a su marido hasta que la corriente se lo llevó. Consta la llamada que una madre le hizo a su hija: “Me voy a morir ahogada”, le gritó. Consta el caso de un hombre que se agarró a una reja y pidió auxilio durante 40 minutos, antes de morir. Consta el caso del padre que perdió a sus hijos mientras él trataba de tenerse en un árbol en mitad de la riada.
Han pasado los días y los meses y, aunque la vida busque la manera de abrirse paso, la dana tiene atrapados aún a los pueblos que la sufrieron. Se ve en los daños, tan presentes. En esa marca de lodo y de barro que se ha quedado impregnada en las aceras y en el asfalto, en las paredes. En las tiendas que no abrirán y las que han abierto a duras penas. En las montañas de escombros y en las hileras de coches apilados en los descampados. En los carriles todavía cortados de las carreteras y en los restos que fueron a caer en los arcenes.
Pero donde más se percibe la dana es en aquello que menos se ve a simple vista, que es el recuerdo de quienes no la olvidarán nunca. Para miles de personas, la tragedia que arrasó sus casas es la realidad diaria de la que no pueden desprenderse. No se puede pasar de página ni cambiar de canal: es el pueblo en el que nacieron o al que emigraron. Donde lo tienen todo.
Allá donde ahora están una esquina o un árbol o una señal, lo que muchos verán todas sus vidas no será ni una esquina ni un árbol ni una señal, sino el punto al que alguien se aferró, desde donde alguien pidió auxilio o donde un padre logró poner a salvo a sus hijos antes de que el agua se los llevase. Los garajes de sus propias casas serán los sitios donde aparecieron los cuerpos de sus vecinos. Hay hijos para los que la planta baja en la que se criaron será para siempre el lugar al que acudieron, con el corazón en un puño y tras varios días de espanto, con la duda de si encontrarían a sus padres, vivos o muertos.
Insisten varias voces en el mensaje de que conviene centrarse en la reconstrucción, y quién podría negarlo. Claro: lo primero es que las calles y las plazas se parezcan cuanto antes a lo que eran. Pero querer saber lo que sucedió aquella tarde, minuto a minuto y sin que haya zonas de sombra ni versiones cambiantes, sin que se escondan los datos ni se escatimen las facturas, no es buscar polémicas ni oponerse a la reconstrucción. Al revés: es la consecuencia de reconocer a las personas damnificadas, de las que se habla tanto, su derecho a saber lo que ocurrió. Y a que se haga justicia. Es, al cabo, una elemental muestra de respeto.
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