La política fantasmagórica: sanchismo frente a trumpismo
El modelo de oposición apocalíptica del PP queda en entredicho visto el primer mes de presidencia del republicano

El huracán Trump ha dejado mudo al Partido Popular. Hubo unas declaraciones iniciales del eurodiputado Esteban González Pons bastante críticas (diciendo que Donald Trump es el macho alfa de una manada de gorilas y llamando al presidente norteamericano “el ogro naranja”), pero fue rápidamente desautorizado por el vicesecretario general de política autonómica y municipal y análisis electoral, Elías Bendodo. Por el extremo opuesto, una Esperanza Aguirre crepuscular salió en defensa de Trump. Aparte de eso, no ha habido declaraciones oficiales.
No será por falta de material. Trump lleva dando uno o dos titulares diarios desde que retomó la presidencia de Estados Unidos. Hay bastante que comentar, desde la deportación de los inmigrantes sin papeles hasta las purgas dirigidas por Elon Musk en la Administración, pasando por la política proteccionista, los planes turísticos en Gaza y la cancelación de los programas de diversidad (y el rescate histórico de las pajas de plástico, prohibidas por la anterior Administración). Nada de esto parece despertar el interés del PP.
¿A qué se debe este silencio tan llamativo? Supongo que podría pensarse que al PP, por mera prudencia política, le conviene esperar a ver qué postura adoptan los conservadores europeos, quienes, en general, se encuentran en una posición comprometida, sobre todo si Trump adopta una política hostil hacia la UE y sus miembros. Las derechas más radicales han apostado claramente por el “ogro naranja”, como se vio en la reunión de Madrid de hace 10 días. Las derechas tradicionales aún no se han definido.
Ahora bien, más allá de estas razones prudenciales, creo que hay una causa más de fondo en la incomodidad del PP. Alberto Núñez Feijóo y los suyos llevan varios años acusando al presidente Pedro Sánchez de ser un gobernante autoritario que no respeta el Estado de derecho. Le llaman tirano, sátrapa y no sé cuantas cosas más. Añaden que la democracia española corre serio peligro con Sánchez en el Gobierno y que el Estado de derecho ha quedado triturado desde que las izquierdas gobiernan España. Isabel Díaz Ayuso suele comparar a Sánchez con Nicolás Maduro.
Esta forma de hacer oposición al Gobierno queda en ridículo a la vista de lo ocurrido durante el primer mes de presidencia de Trump. Ahora que estamos viendo en tiempo real, casi como si fuera un reality 24 horas, lo que significa una involución autoritaria en la democracia más antigua y poderosa del planeta, toda la construcción retórica del sanchismo como amenaza a la democracia queda expuesta en su verdadera naturaleza, un relato fantasmagórico que ha envenenado la política española desde hace ya unos cuantos años. Se trata de un conjunto de exageraciones que no solo dan una visión muy distorsionada del verdadero estado del país, sino que, además, al llevar la crítica a un extremo tan grotesco, cierra toda posibilidad de establecer un intercambio razonable de opiniones sobre la gestión del Ejecutivo. No estoy diciendo, por tanto, que no haya motivo de crítica, sino que la mayor parte de la crítica resulta tan hiperbólica que nos quedamos sin un terreno común para hablar del tema.
Frente al tremendismo de los medios derechistas, me gustaría subrayar que las acusaciones concretas que se lanzan contra Sánchez y el Gobierno de coalición de izquierdas forman parte, por desgracia, de la normalidad política de la democracia española. Son cosas parecidas a otras muchas que hemos visto en el pasado. Con ello no pretendo quitarles gravedad, pero sí mostrar que no sirven de apoyo a las conclusiones tremendistas con las que las derechas martillean a diario.
Por ejemplo, es verdad que Sánchez ha dado algunos giros muy arriesgados, empezando por la amnistía. A quienes desde mucho antes pensábamos que era necesario rectificar la política hacia Cataluña y encauzarla de forma más inclusiva, alejándola de la represión y la cárcel, nos alegra que primero se indultara a los líderes independentistas, que se reformara el delito de sedición y que, finalmente, se haya aprobado la amnistía, por mucho que Sánchez, en el pasado, dijera cosas muy distintas. Pero es totalmente comprensible que una parte de la ciudadanía acuse al presidente de ser un veleta, de no tener principios. Con todo, eso no convierte a Sánchez en un político autoritario. Incumplimientos ha habido muchos en la política española: desde el “OTAN de entrada no” y los 800.000 puestos de trabajo de la época de Felipe González hasta la promesa solemne de Mariano Rajoy en 2011 de que no subiría los impuestos, aprobando a los pocos meses, en cuanto llegó al poder, la mayor subida fiscal de nuestra historia democrática.
En otro orden de cosas, el Gobierno de Sánchez ha abusado del decreto ley, lo que resulta sin duda censurable, aunque debe recordarse que la mayoría parlamentaria es más precaria que nunca. La tasa de decretos leyes es la más alta de todas las presidencias anteriores, si bien solo está, de momento, un poco por encima de la marca establecida por Adolfo Suárez entre 1977 y 1981. Es lógico que haya quejas y críticas al respecto.
Por otro lado, el PSOE ha mantenido los vicios tradicionales del bipartidismo en materia de nombramientos. Se comporta en muchos casos como el viejo PSOE o como el PP de toda la vida. No se ha conseguido superar la política de intercambio de cromos en instituciones como el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial y se sigue buscando el control partidista de muchos otros organismos autónomos o independientes. Mal, sin duda, pero igual de mal que siempre. Lo que cambia es la manera de referirse a estas prácticas. Cuando el PP disfruta de una mayoría conservadora en el Tribunal Constitucional es consecuencia de la renovación natural del órgano, mientras que cuando sucede al revés es porque el Gobierno de izquierdas “asalta” las instituciones.
También han surgido algunos escándalos de corrupción en el Gobierno, lo que resulta desmoralizador, pero me parece que no es la primera vez que sucede en nuestra historia democrática y, por el momento, dichos escándalos parecen calderilla al lado de lo que se vivió en la época de Mariano Rajoy.
Desde luego, hay un amplio espacio para la mejora. El Gobierno debería ser más cuidadoso (y más coherente con sus postulados) en muchos de estos aspectos. Pero de aquí no se sigue que exista una cosa llamada sanchismo que supone una amenaza para el sistema democrático. Recuérdese que este Gobierno no se ha involucrado en operaciones de guerra sucia y espionaje contra sus rivales, ni ha bloqueado la renovación de instituciones independientes, como hizo el PP con el CGPJ durante más de cinco años, rompiendo gravemente las reglas de juego. Cada cosa en su sitio, pues.
Este Gobierno no es tan diferente de otros que ha habido antes en España. Eso que llaman sanchismo procede de un relato un tanto alucinado. Si de verdad quieren enterarse de cómo se desmonta una democracia, comparen el sanchismo con el trumpismo y saquen conclusiones. Y no se fijen solo en lo que Trump ha hecho en las últimas cuatro semanas. Recuerden que no aceptó la derrota electoral en 2020 y animó a sus seguidores a asaltar el Congreso. Todos sabemos dónde se encuentran actualmente los riesgos para las democracias y no proceden precisamente de los gobiernos de izquierdas.
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