Justo antes de la guerra con los esquimales
Ya hay un previsible legado de Trump: instituciones más débiles en su país y más sentimiento antiestadounidense en el mundo

El escritor estadounidense J. D. Salinger, muy conocido por su mítica novela de 1951 The Catcher in the Rye (El guardián entre el centeno), donde da vida al inefable adolescente Holden Caulfield, publicó dos años más tarde una colección de relatos que, ante el evidente conflicto que tenía al titular sus obras, llamó simplemente Nueve cuentos. En varios de esos textos aparecen ya algunos de los miembros de la muy peculiar familia Glass, a la cual dedicaría otros empeños. Pero en medio de ese volumen clama una pieza con uno de los títulos más enigmáticos de su producción: Just Before the War with the Eskimos. Con independencia de lo que narra el relato (es difícil saber lo que en realidad cuenta), uno de los personajes, el joven Eric, le advierte a la protagonista, la adolescente Ginnie, de que los estadounidenses pronto entrarán en guerra con los esquimales…
—¿Con quiénes? —dijo Ginnie.
—Con los esquimales… abre las orejas, ¡demonios!
—¿Por qué con los esquimales?
—Qué sé yo… ¿Cómo diablos voy a saberlo? —protesta Eric.
Y resulta que ahora, 74 años después, parece factible que los estadounidenses entren en guerra con los esquimales y, además, que ya sepamos por qué se lanzarían a esa contienda de conquista. En fin: lo que nadie sabía si podría ocurrir, ni siquiera imaginar que pudiera ocurrir, está ocurriendo y podrá suceder, gracias a la megalomanía del presidente estadounidense, Donald Trump.
Juro que me había propuesto no dedicar una tribuna al mentado personaje. Hemos estado expuestos a una sobredosis de noticias y comentarios generados por él, lo cual es, precisamente (al menos yo estoy seguro), lo que el retornado mandatario más disfruta en el mundo. Ese protagonismo insano responde a lo que constituye su mayor aspiración (también creo eso): patentar una Era Trump y marcar los carriles de la Historia, pues la contraparte de este delincuente sentenciado no es la realidad, sino, justamente, la Historia, el ansia de hacerla, de figurar en ella. Y ya sabemos (eso sí lo podemos asegurar) que va a conseguirlo. Lo que aún no podemos precisar es el costo que semejante propósito narcisista tendrá para el mundo y, muy en especial, para su país.
Desde que resultara reelegido, en el pasado mes de noviembre, Donald Trump ha comenzado a echar los cimientos de la armazón de esta especie de distopía que estamos contemplando establecerse y crecer por días, como la clásica bola de nieve o el árbol de los frijoles mágicos de Jack. ¿Cuántas órdenes ejecutivas ha despachado en estas primeras 27 jornadas de su período presidencial de 1.461 días? ¿Cuántas bravuconadas y amenazas chantajistas?
Otra vez, como ocurriera en su anterior mandato, uno de los aspectos definitorios de su empeño ha sido desmontar las políticas de sus antecesores. En 2017 fue contra Obama; ahora le tocó a Biden, y lo hizo desde el discurso de apertura de su mandato, donde hizo gala de las bajezas de su carácter: rodeado de sus adeptos furibundos, como buen pandillero, se lanzó a atacar al Sleepy Joe (que se merecía muchas recriminaciones, pero no tal humillación pública), para acto seguido eliminar de un plumazo 78 órdenes ejecutivas aprobadas por su antecesor.
En este terreno figura, por ejemplo, la inmediata reinscripción de Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo en la que había estado instalada desde su anterior mandato y de donde fue removida por Biden seis días antes de dejar la presidencia. Con independencia de cualquier valoración respecto a la pertinencia de esa cuestión, lo más significativo de cara a la propia institucionalidad estadounidense es que la salida de Cuba de esa lista fue firmada por el tembloroso Joe gracias a que su evaluación había sido certificada por varias agencias de inteligencia de ese país, entidades cuyas investigaciones y conclusiones Trump se pasó alegremente por dicha sea la parte al refrendar el retorno de la isla a la condición de Estado patrocinador del terrorismo.
En estos pocos días de Gobierno hemos visto cómo se han sucedido alardes y amenazas que van desde la decisión por cuenta propia de rebautizar el golfo de México, que para su país ya ha pasado a llamarse “de América”, hasta esos anuncios expansionistas, proferidos con la petulancia del chantajista que suele emplear y que incluyen la para nada descartable posibilidad de una “recuperación” por la fuerza del Canal de Panamá para, como ha dicho y repetido, sustraerlo de manos chinas.
Pero, más que lo prometido, han resultado especialmente vergonzosas dos de sus órdenes ya ejecutadas. La primera ha sido la decisión de militarizar las fronteras y la inmediata ejecución de deportaciones expeditas de inmigrantes irregulares, con todos los conflictos coadyuvantes que ha generado, pero con el preciso propósito de criminalizar al migrante, muchas veces considerado un delincuente por cuya delación ya se pagan rewards como en el Salvaje Oeste. Lo más doloroso en este caso es que Trump llegó otra vez al poder con el voto entusiasta de muchísimos inmigrantes (cuenten millones de hispanos entre ellos) que, en una revelación de lo peor de la condición humana, se han alineado con sus políticas racistas y xenófobas.
Y, una segunda acción, de esas que provocan vergüenza: el indulto concedido a los asaltantes del Capitolio en enero de 2021, aquel intento golpista que él mismo alentó y que removió los cimientos de la democracia y la sociedad del país. Ese evento, en el cual incluso murieron personas que cumplían con su deber, siempre ha sido considerado por Trump como un acto patriótico y ha recibido ahora la recompensa del perdón de las condenas, en un gesto de prepotencia que socava el prestigio de los poderes y las leyes de una nación cuyo sistema institucional y democrático está cada vez más deteriorado.
Y mientras suspende ayudas internacionales (hace poco le tocó a Sudáfrica), chantajea a países (el caso de Colombia es palmario), propone “despalestinizar” Gaza, le mete miedo a Europa, vemos que, como el clásico mafioso bravucón, no se lanza contra otros de su especie (el expansionista Putin) ni pasa a mayores con los que pueden revolcarlos, como el chino Xi, al que del 100% de los aranceles prometidos solo le impuso la décima parte, mientras suspende temporalmente sus batallas económicas con México y Canadá. Porque no es lo mismo estar loco que hacerse el loco.
Con todo lo ocurrido y con lo que va a ocurrir, sí hay un resultado previsible que dejará como herencia este desatado político: una debilidad de la institucionalidad doméstica y un incremento universal del sentimiento antiestadounidense que él, sus secuaces políticos y tecnológicos y sus millones de votantes y simpatizantes están alimentando con muchísimas calorías.
Cosas veredes, Sancho —nunca le dijo Don Quijote a su escudero, aunque pudo haberlo hecho—, pues nos tocará vivir al menos cuatro años inmersos en la vorágine de esta distópica “era Trump”, sin que descartemos la posibilidad, que ya se comenta en el Congreso estadounidense, de aprobar una modificación de la 22ª Enmienda de la Constitución para que el convicto Trump ejerza un tercer mandato presidencial. Que todo puede pasar, incluida una muy verosímil guerra con los esquimales que hasta ahora solo se había anunciado en un delirante relato de J. D. Salinger.
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