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TRIBUNA
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Ucrania, la sombra de la guerra

Trump insiste en decretar un acuerdo de paz que ni siquiera está dispuesto a garantizar

El vicepresidente de EE UU, JD Vance, se dirige al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, este viernes en Múnich.
El vicepresidente de EE UU, JD Vance, se dirige al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, este viernes en Múnich.Matthias Schrader (AP)

Siempre conviene desconfiar de los paralelismos históricos, sobre todo de las comparaciones con la Segunda Guerra Mundial: casi siempre se han utilizado mal. No obstante, en la mano tendida de Trump a Putin resuenan ecos aterradores de la traición a Checoslovaquia en 1938. Sin haber empezado todavía las negociaciones, Trump ya ha renegado implícitamente de la cláusula del Tratado de la OTAN que garantiza el cumplimiento de cualquier acuerdo alcanzado y ha aceptado que Ucrania pierda el territorio anterior a 2015 sin obtener ninguna concesión a cambio. Si en esto consiste su arte de la negociación, es un ejemplo de enorme desequilibrio, por no decir algo peor.

Lo que Trump no tiene en cuenta con su énfasis en los límites territoriales es una cuestión fundamental, que es la soberanía. Putin está decidido a destruir la independencia de Ucrania. Aun en el caso de que se obligue a Zelenski a aceptar un “acuerdo” territorial, él seguirá haciendo todo lo posible —con sabotajes, guerras asimétricas y probablemente un nuevo ataque militar— para convertir a Ucrania en una entidad nacional inviable. No debemos olvidar que, cuando Hitler ocupó Checoslovaquia, lo hizo en dos etapas. Primero se aseguró el territorio de los Sudetes, con lo que impidió que los checos pudieran defenderse, y luego, en marzo de 1939, rompió el acuerdo de Múnich y la Wehrmacht invadió el país.

Una de las principales exigencias de Putin será la devolución de todos los activos y fondos rusos confiscados en el extranjero, que deberían servir para sufragar la reconstrucción de Ucrania en compensación por lo que ha sufrido el país. Putin está empeñado en que los ucranios sigan sumidos en la más absoluta pobreza y bajo su control, como castigo por haberse resistido a la invasión.

En el Washington trumpista no ha habido mención de la guerra propiamente dicha, una guerra iniciada sin provocación, ni de los consiguientes crímenes de guerra, entre los que hay ataques deliberados contra objetivos civiles, grandes saqueos, violaciones generalizadas, la tortura aleatoria de prisioneros —en algunos casos, se ha llegado a la castración— y el secuestro de niños ucranios para lavarles el cerebro y que se hagan rusos. Es evidente que Putin está obsesionado con la velocidad a la que están cayendo las tasas de natalidad de su país. Y tapar este tipo de situaciones no es realpolitik, sino el ejemplo más flagrante de la razón del más fuerte desde la Segunda Guerra Mundial; y, si Estados Unidos sigue por este camino, debería avergonzarse.

Excluir a Ucrania de la reunión inicial que se ha propuesto, en Arabia Saudí, va en contra de toda justicia natural. Trump y Pete Hegseth, su sorprendente elección como secretario de Defensa, parecen decididos a marginar a los líderes aliados e incluso a la OTAN y, de paso, a dejar sin rumbo la defensa europea y de esa forma dividir a Europa. Si algún país se atreve a discrepar o a criticarlo, Trump amenazará con imponerle aranceles hasta que ceda, tal como hizo con Colombia y la devolución de inmigrantes.

La arrogancia y la irresponsabilidad que delatan esta actitud son simplemente impresionantes. Trump insiste en decretar un acuerdo que ni siquiera está dispuesto a garantizar de ninguna manera. No va a ofrecer tropas estadounidenses para formar una fuerza de paz ni, que se sepa hasta ahora, ningún apoyo aéreo ni medidas de protección antimisiles. Considera que la guerra es culpa de Europa y que es Europa la que tiene que arreglar el estropicio.

Por desgracia, Trump tiene razón en un aspecto. La mayoría de los países europeos, incluido el Reino Unido, tienen la responsabilidad de haber sido terriblemente complacientes desde que nació la fantasía del “dividendo de la paz” tras la caída de la Unión Soviética, hace 35 años. Los sucesivos gobiernos han permitido que nuestras fuerzas armadas disminuyan sin cesar para ahorrarse tener que pagar por la seguridad básica que constituye la principal obligación de cualquier Estado para con su pueblo; y la reducción ha continuado incluso después de que saltaran las primeras señales de alarma. Todavía no se han firmado los contratos para reemplazar las municiones entregadas a Ucrania en los tres últimos años. Si, tal como prevé el plan de Trump, el ejército británico enviará 20.000 soldados para defender una frontera ucrania redefinida, no tendrían munición más que para una semana en cuanto las fuerzas rusas dieran un paso.

Basta con fijarse en la alegría que ha despertado en Moscú la intervención de Trump. Vladímir Putin debe de estar frotándose las manos de alegría. Por su parte, el presidente estadounidense presume de ser el gran pacificador y se considera probablemente más importante que Roosevelt y Churchill en 1945, cuando se repartieron el mundo con Stalin y decidieron con aire imperial el destino de los países de Europa central y meridional. Eso tampoco era realpolitik; fue un caso monumental de la razón del más fuerte. Y da la impresión de que va a volver a ocurrir. La “teoría del gran hombre” ha vuelto con más energía que nunca.

Trump quizá se convenza a sí mismo de que controla los acontecimientos, pero, en cuanto tenga la atención desviada hacia el Lejano Oriente, Putin podrá decidir en qué momento romper cualquier acuerdo con argumentos espurios para destruir definitivamente la voluntad y la independencia de Ucrania. Dado que cada vez hay más indicios de que los jóvenes europeos no tienen intención de combatir por su libertad, la tentación de Putin de seguir avanzando y recuperar más territorios del antiguo imperio de los zares será inmensa. La ignorancia de Trump y su desprecio por la historia afectan a la concepción que tiene de otros países y regiones. Está claro que ha olvidado la advertencia de Ambrose Bierce de que “la guerra es la forma que tiene Dios de enseñar geografía a los estadounidenses”.

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