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Columna
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Anteojeras partidistas y antipolítica

Si el Congreso sirve de mera caja de resonancia para el estruendoso choque de los partidos, el resultado no puede ser otro que la fatiga cívica o el abrazo a partidos populistas

Alberto Núñez Feijóo, durante el pleno del Congreso de los Diputados.
Alberto Núñez Feijóo, durante el pleno del Congreso de los Diputados.JAVIER LIZÓN (EFE)
Fernando Vallespín

La mayor paradoja de la política actual es el contraste entre la complejidad de la política real y la simplificación con que la hace acto de presencia en la discusión pública cotidiana. El problema no es ya solo la desinformación, afecta a la forma misma en la que se representa lo que está en juego, sesgado siempre a favor o en contra de unos agentes políticos u otros. Por decirlo en plata, las diferentes lecturas de la realidad, casi siempre partidistas, reducen lo que debería ser una reflexión serena e informada a una mera toma de partido. Importa más con quién se está que la indagación sobre el valor o los efectos concretos de las cuestiones disputadas. Por aproximarlo al núcleo de la actual batalla, esto afecta a la evaluación de las propias decisiones judiciales. Algo tan complejo y cargado de matices como el proceso judicial es absorbido sin más por una hermenéutica apoyada sobre la lógica binaria. Los jueces acaban siendo calificados de buenos o malos dependiendo de la parte a la que supuestamente benefician, con lo cual no hay redención judicial posible, el acceso a algo parecido a una verdad objetiva —judicial, en este caso— que cierra las disputas; el pronunciamiento de parte previo al proceso puede seguir manteniéndose después de él, sea cual sea el contenido de las sentencias.

Pido disculpas, porque esto lo vengo diciendo desde que la polarización comenzó a hacer mella en nuestro siempre delicado tejido político. No volvería sobre ello de no ser porque puede estar teniendo un efecto no intencionado, el aumento de actitudes antipolíticas, que van desde una retirada de la confianza en la clase política, vista como una élite alejada de los problemas reales, hasta una puesta en cuestión de la propia democracia como el instrumento más eficaz para acceder al bien común. Si el Congreso sirve de mera caja de resonancia para el estruendoso choque de los partidos; si todo el sistema de reglas se canaliza o distorsiona para servir a los objetivos del poder —de los que lo tienen y de los que aspiran a alcanzarlo—; si, en fin, no hay manera de contemplar la realidad de la política si no es mediante las anteojeras de los argumentarios partidistas y los enmarques diseñados al efecto, el resultado no puede ser otro que la fatiga cívica, cuando no el abrazarse a partidos populistas, los grandes aprovechateguis de la crisis de representación.

Por todo ello, en una columna anterior sugerí la necesidad de autocontención por parte de todos los actores políticos. Hoy me siento más escéptico. Entre otras razones, porque nuestra gobernanza está encerrada en un atolladero del que tiene difícil salida. El Gobierno se ve obligado a negociar a cara de perro con sus socios cada paso que trata de dar a la hora de aprobar sus políticas concretas —la política fiscal es el último ejemplo—, y la oposición del PP, huérfana de propuestas concretas y con el aliento de Vox en la nuca, se limita casi al reiterado y obsesivo cuestionamiento del presidente y sus acólitos. No hay espacio ahí para una comunicación política constructiva. Todos los incentivos favorecen la apuesta por escenificar la política como un combate agonístico entre héroes y villanos, mantenerlo vivo para arrastrar a los más escépticos durante la dinámica electoral. Aunque lo razonable sería bajar el diapasón para integrar en la conversación al ciudadano común, no a los hooligans. El conflicto político entre Gobierno y oposición es sin duda funcional para acceder a una visión más rica y matizada del mundo en el que estamos. Pero cuando solo sirve para bloquear y exorcizar visiones alternativas, deja el campo expedito para los demagogos de la antipolítica.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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