Políticos, jueces y la virtud de la autocontención
Es con la casi generalizada instrumentalización del sistema de reglas con fines partidistas, por donde van a quebrar las democracias
El indulto de Joe Biden a su hijo es algo más que una anécdota; no solo porque rompe con el compromiso adquirido de que no iba a hacerlo, sino por la justificación última sobre la que se sostiene: la puesta en cuestión de la neutralidad del sistema judicial estadounidense. Al final acaba de dar la razón a Donald Trump, a quien había acusado insistentemente de hacer lo propio. En el fondo es uno más del siempre extenso lote de indultados por la gracia presidencial, pero en este caso tiene un valor simbólico especial. Como no ha dejado de recordar la prensa seria de Estados Unidos, ya ninguno de los dos grandes partidos parece creer en la dimensión liberal de su democracia, que presupone la sujeción de la política a los contrapoderes encargados de su control. Los intereses de partido —en el caso de Biden, su fatherly love— se colocan por encima de la legitimidad del sistema de reglas.
Traigo esto a colación porque ahora mismo esta cuestión está en el centro de nuestro debate político. Se acumulan los sumarios en los que se ven implicados políticos del PSOE, o la propia mujer del presidente, y no deja de plantearse la sospecha de que este “acoso judicial” pueda responder a causas políticas. Es decir, que los jueces “toman partido” y, por tanto, hay que hacer lo propio contra ellos, denunciar la politización de la justicia. Es un tema que ya viene de largo y ha estado también presente en casi todos los casos de corrupción del PP; muy en particular después de aquella famosa sentencia que sirvió como catalizador de la moción de censura a Rajoy, o en tantas críticas a la “pena de telediario”, cuando se llama a declarar a alguna figura política relevante, que se ve obligada a entrar en el juzgado bajo los focos de las cámaras y el estruendo de los fotógrafos. Lo curioso es que cuando “el nuestro” ve sobreseído su caso, la verdad judicial se presenta como una especie de luz divina que redime de toda sospecha, mientras que en el supuesto contrario esta se traslada a quien sentencia.
En el camino se ignoran cuestiones tales como que no todo lo que es delito es aceptable políticamente, la cuestión de la responsabilidad política; o que los jueces tienen limitada su discrecionalidad por todo un sistema de verificación de pruebas pautadas; que la mayoría de las sentencias son recurribles; o, en general, la necesidad de garantizar la presunción de inocencia. Pero, sobre todo, que hay que analizar caso por caso antes de proceder a una acusación genérica de acoso del poder judicial al Ejecutivo, e incluso de una presunta conspiración programada al efecto. Es muy posible que haya una intencionalidad política en algunos de ellos, sabemos de sobra que los jueces no son entes metafísicos imbuidos de pura neutralidad, pero no puede hacerse extensivo sin más al poder judicial como un todo.
Si empecé con Biden es porque pienso que es aquí, en la pura sospecha de la autonomía del poder judicial o en la casi generalizada instrumentalización del sistema de reglas con fines partidistas, por donde van a quebrar las democracias. Sin una voluntad expresa de autocontención por parte de todos los protagonistas de esta deriva —partidos, medios y, sí, los propios jueces—, el invento se nos va al garete. Levitski y Ziblatt, los autores de Así mueren las democracias, lo denominan “indulgencia institucional”, que actores políticos e instituciones incorporen un mínimo de autocontrol en el ejercicio de sus diferentes funciones, “el tratar de evitar acciones que, aun cumpliendo con la letra de la ley, violan su espíritu”. El espíritu de las leyes, así se llamaba el famoso libro de Montesquieu.
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