X y el ágora pública
Hablar de la red social como un espacio público donde se confrontan opiniones es tan falaz como definir como paladín de la libertad de expresión una plataforma que difunde mentiras y calumnias como negocio
Lo más curioso del debate sobre abandonar o no X es que algunos lo presentan como la renuncia a un ágora que fomenta el intercambio deliberativo para conformar la opinión pública. Querer irse equivaldría, así, a renunciar a encontrarse con opiniones disidentes, incluso cuando el propietario de la red la haya convertido en un engranaje más de la maquinaria electoral de Donald Trump con métodos que no solo han roto barreras éticas, sino legales, como la compra de votos. Desconozco de dónde viene la idealización de una red pensada para generar burbujas clientelares y así monetizar mejor a través de dinámicas interesadas y estructuralmente propicia para la humillación pública. No se trata tampoco de demonizarla ahora. Todos ―o tal vez una minoría― hemos encontrado muchas cosas buenas en ella, pero vivimos un momento en el que debemos estar atentos a cómo se nos presentan los dilemas, pues, en nombre de la imparcialidad, empezamos por colocar en pie de igualdad a quien habla de disparar a periodistas con quien lo hace en términos de justicia social, y de repente te encuentras con un antivacunas como secretario de Salud.
La discusión sobre los motivos para abandonar X es legítima, como lo es sentirse cómodo en una red de propaganda protofascista o abiertamente iliberal. Pero es igualmente tramposo presentar la retirada de X como un acto heroico o, por el contrario, como la huida a otras cámaras de eco donde, tú, medroso izquierdista, solo escucharás a quien piensa como tú o tan solo tu propia voz. Hablar de X como un ágora pública donde se confrontan opiniones es tan falaz como definir como paladín de la libertad de expresión una plataforma que difunde mentiras y calumnias como su principal modelo de negocio. Desatar un torrente de desinformación sobre la respuesta federal a los huracanes Helene y Milton para convertirse en un órgano informal al servicio del candidato Trump podrá ser libertad de expresión, pero sobre todo es mentir deliberadamente. Si, además, sabemos que las empresas de su dueño se benefician de contratos federales con la NASA o el Pentágono, quizás entendamos el porqué de tanta propaganda. No digamos ya si reparamos en que el dueño de nuestro preciado y tecnológico espacio público habermasiano tendrá un cargo en la nueva Administración de EE UU, liderando una comisión externa al gabinete presidencial para (¡oh, sorpresa!) sortear los controles institucionales y desmantelar las antiguas burocracias protectoras.
Mientras nos planteamos si hay que irse o no de X, los debates trascendentales y las decisiones fundamentales se tomarán en torno a la inteligencia artificial o la comercialización del espacio exterior. Y ahí están Adolf Musk y su propaganda protofascista, colocándose en la nueva corte presidencial para duplicar su riqueza y transformar su influencia en un poder político sin precedentes, libre de cualquier control. Debatamos, en fin, si estaremos o no en X, pero también en qué plataformas iremos a aterrizar, a qué señores tecnofeudales daremos el poder para bailarle el agua a quien les prometa vía libre para actuar. Defendamos nuestra libertad, pero no la de los Elon Musk y compañía, reducida a la mera ausencia de barreras o prohibiciones. Defendamos la libertad de la que nos habla Timothy Snyder, la que tiene que ver con compromisos morales y abre nuevas posibilidades. Tal vez así aprovechemos esta oportunidad para debatir de veras qué tipo de esfera pública digital queremos y cómo podríamos conseguirla.
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