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TRIBUNA
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Trump y el sueño americano

El líder republicano no es tan imprevisible como suele decirse: ya en 2000 escribió que quería ser candidato a la presidencia. EE UU ya lo conocía. Y le gustaba

Presidente electo Donald Trump
Presidente electo Donald TrumpRAQUEL MARÍN

Cuando Donald Trump comenzó su ascenso en la política presidencial de EE UU en 2015, algunos recurrieron a la novela de 1935 de Sinclair Lewis Eso no puede pasar aquí, sobre el autoritarismo de cosecha propia en EE UU. En la historia, Doremus Jessup, editor de un periódico liberal, se maravilla ante el poder de Buzz Windrip, un demagogo carismático que cautiva al país e impone un Gobierno totalitario. Las similitudes entre Trump y Windrip son evidentes, pero los verdaderos protagonistas son los ciudadanos bienintencionados y de mentalidad liberal, como Jessup, que no acaban de comprender lo que está ocurriendo. Jessup dice a sus lectores que la locura no durará, que pueden esperar a que pase. Pero al ver que perdura, Jessup se culpa a sí mismo por su inconsciencia: “Nos lo merecíamos, nosotros los ‘respetables”.

Durante demasiado tiempo, los “respetables” —dentro y fuera de EE UU— han insistido en la anormalidad de Trump como un mecanismo de defensa, como si aceptar su ordinariez fuera demasiado para soportarlo. Normalizar a Trump era entonces una afrenta al buen gusto, a las normas. Porque si Trump era normal, entonces EE UU también debía serlo y ¿quién quería despertar de su sueño de excepcionalidad?

Este mismo mecanismo de defensa fue utilizado por Hillary Clinton cuando se jugaba la presidencia en 2016 y describió a la mitad de los partidarios de Trump como “deplorables”, haciendo algo más que descartar a un bloque masivo de votantes y confirmar su estatus de “respetable” en toda regla. Pero lo que dijo sobre esos votantes momentos después fue aún más revelador: “Algunas de esas personas son irredimibles. Pero, afortunadamente, no son América”. Simplemente, los excluyó de la historia.

Ahora muchos se dan cuenta de que se debió de dejar de considerar a Trump como una interrupción temporal de la larga marcha del progreso, una casualidad que de alguna manera se coló en la Casa Blanca en una peculiar y única victoria en el Colegio Electoral hace ocho años.

Con su reciente victoria para recuperar la presidencia, Trump se consolida como toda una fuerza transformadora. Y cabe preguntarse si el nuevo presidente electo ha cambiado América, o la ha revelado, o quizás ambas cosas: que ha cambiado el país revelándolo. Casi 63 millones de estadounidenses votaron por él en 2016, 74 millones lo hicieron en 2020 y, ahora, también 74 millones le han apoyado. Suficientes votantes en suficientes lugares han echado su papeleta para devolverlo a la Casa Blanca. Trump no es una casualidad. ¿Qué hay más normal que algo que sigue ocurriendo?

En 2016, los demócratas enumeraron un montón de excusas tras la derrota ante un estrambótico personaje: la resaca de la crisis financiera, el agotamiento con guerras eternas, una reacción racista contra el primer presidente negro, una oleada populista en EE UU, que si la campaña de Clinton se hubiera centrado más en Wisconsin, que si la participación afroamericana hubiera sido mayor en Míchigan, WikiLeaks,...

Ahora, en 2024, saldrán muchas más: si Kamala Harris hubiera estado más en sintonía con el sufrimiento en Gaza, o si hubiera apoyado más a Israel; si hubiera elegido a Josh Shapiro, gobernador de Pensilvania, como vicepresidente; si no hubiera sido tan centrista, o si no hubiese sido tan progresista en California; si Biden no hubiera esperado tanto para retirarse de la carrera...

Pero EE UU ya conocía al tipo hacía mucho, y le gustaba. En el año 2000, Trump escribió que estaba considerando seriamente presentarse como candidato a la presidencia de EE UU, aunque finalmente abandonó los esfuerzos en favor de Pat Buchanan. Lo más interesante de este devaneo fue el libro que publicó. Bajo el título The America We Deserve presenta un compendio de propuestas políticas para una teórica Administración de Trump donde repite su más dura retórica con respecto al crimen; habla de China como un rival amenazador; apuesta por limitar las intervenciones militares de EE UU a los intereses estratégicos del país, y se opone a la inmigración. En ese mismo libro escribe: “Cuando te metes con el sueño americano, te encuentras con el lado luchador de Trump”, confundiéndose él mismo con EE UU y con las ambiciones de su país.

Porque Trump cree en el sueño americano a pesar de que sus críticos han argumentado que sólo está estafando a sus votantes, haciéndoles sentir que está luchando por ellos cuando sólo está en esto para sí mismo y sus amigos ricos. Por eso se ha ido metiendo de lleno en la lucha de clases y así ha conseguido construir en 2024 lo mismo que el Partido Demócrata intentó una vez: una mayoría multirracial de clase trabajadora. Ha logrado que su apoyo aumente entre los trabajadores negros e hispanos y los jóvenes, ha registrado sorprendentes ganancias en lugares como Nueva Jersey, el Bronx y Chicago, y ha sido el primer republicano que consigue la mayoría del voto popular en 20 años.

Mientras Trump construía este camino y esa nueva mayoría, la izquierda estadounidense se centraba en la desigualdad racial, de género e identitaria y no veía la otra gran desigualdad que tenía delante de sus narices. Trump podrá ser un narcisista monstruoso, pero quizás hay algo de culpabilidad en una parte de la clase educada que fue a una buena Universidad y que se mira en el espejo de la sociedad y sólo se ve a sí misma. El resentimiento de Donald Trump contra las élites de Manhattan, cuando él nació en Queens, encajaba mágicamente con la animosidad de clase que sienten los habitantes de las zonas rurales de todo el país. Su mensaje era sencillo: esta gente os ha traicionado.

Es cierto que la Administración de Biden ha intentado estos tres años y medio cortejar precisamente a la clase trabajadora con subsidios y estímulos, pero quizás no hay solución económica a lo que, principalmente, es una crisis de respeto hacia el otro.

El desencanto con el rumbo de la nación y el resentimiento contra las élites se han mostrado más profundos de lo que muchos en ambos partidos habían reconocido. Por eso los votantes ratificaron el regreso de un impetuoso campeón de 78 años dispuesto a romper las convenciones y a tomar medidas radicales que violen viejas normas. El problema es que otra mitad del país no está de acuerdo con lo que el sueño americano de Trump representa, ni con la utilización que ha hecho de la distorsión, la destrucción y el insulto para conseguirlo. Si continúa con su resentimiento hacia “los respetables”, con su sed de venganza y su falta de respeto al otro, se le volverá en contra como demuestra la historia.

Está claro que el regreso de Trump tendrá, de nuevo, un impacto importante. Entre otras cosas, porque todo indica que una segunda Administración estará más cohesionada, y será más homogénea y trumpista que la de 2017, cuando las élites republicanas trataron de poner al presidente electo bajo tutela, para contener su intemperancia y limitar su extremismo.

Fuera de las fronteras, otro gran grupo de “respetables” deberá también asumir la llegada de Trump. Entre otras medidas, el presidente electo apostará por intervenir en los procesos de integración global del último medio siglo alterando la infraestructura básica de la globalización. Empezará por aquellas cadenas de valor transnacionales que han erosionado la soberanía estadounidense y acentuado el poder de China, considerada la principal potencia rival de EE UU. Ya a finales de la década de los ochenta, Trump despotricaba contra Japón, Arabia Saudí y Kuwait y afirmaba que su país se encaminaba hacia el desastre mientras las demás naciones se reían de ellos. Vociferaba sobre la pérdida de poder de EE UU en un mundo peligroso, con un discurso además con tintes nativistas y aislacionistas y, a golpe de talonario, publicaba anuncios en los principales periódicos criticando la política exterior de la Administración republicana del icónico Ronald Reagan.

Trump ha tenido un puñado de ideas muy claras desde hace muchos años y quizás haya que empezar a dejar de decir que es impredecible, porque muchas cosas ya las sabíamos. Sí que se deja llevar por la intuición y es sembrador de caos. Pero en el caos siempre hay una oportunidad para una nueva sociedad y nuevas respuestas. Estos serán tiempos que pondrán a prueba el alma de las personas y a los “respetables”, y entonces veremos de qué están hechos.

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