Ideología hecha hormigón
Utilizar el Estado como un dispositivo para construir igualdad es una decisión profundamente ideológica que conviene señalar
Óscar Puente es una de las escasas figuras que está saliendo reforzada tras la dana, debido al notable esfuerzo de reconstrucción que el Ministerio de Transportes está realizando contra los estragos causados por la riada del 29 de octubre. Las redes sociales, termómetro de pasiones adulteradas, elogian a un ministro que había destacado por su combatividad contra reaccionarios y mentirosos profesionales, también por las numerosas incidencias en la red ferroviaria. Si antes era el blanco único de las críticas, ahora procura compartir el protagonismo con técnicos y trabajadores.
Los expertos ponen en valor la campaña de comunicación que da a conocer el curso de las obras: institucional, didáctica y cercana. Es justo. Vivimos tiempos donde los acontecimientos solo parecen suceder si, además de contarse, son refrendados por el “me gusta”. Sin embargo, lo relevante del caso no es cómo muestran su simpatía los ciudadanos, sino que están premiando a quien se ocupa de lo fundamental.
La principal dolencia de la política contemporánea es haber quedado reducida a relatos cuando más falta hacían los hechos. La potencia de lo digital ha provocado, quizá en estos últimos 15 años, que se extienda la creencia de que basta una buena forma de comunicar para obtener los resultados deseados. Y esto puede que sea cierto, en especial para aquel ejercicio destinado a destruir consensos envenenando desde lo falso.
La comunicación tiene gran importancia. Pero en el caso que nos ocupa, para que las herramientas narrativas funcionen, lo indispensable es que ingenieros, operarios y tecnología hayan obtenido resultados en las tareas de recuperación de infraestructuras. Luego llega el mensaje: esto sucede con tus impuestos; un mensaje que estos días ha resultado más que oportuno contra la campaña del Estado fallido lanzada por una extrema derecha que se ha aupado sobre la incompetencia de Carlos Mazón.
Lo público, cuando cuenta con una dirección política adecuada, vale para no dejar a nadie atrás. En estos últimos cinco años, tras la pandemia, el episodio inflacionario, el volcán de La Palma o la borrasca Filomena, hemos comprobado cómo el Gobierno de coalición ha maniobrado para salir de estas crisis de manera muy diferente a cómo el Ejecutivo del PP afrontó la Gran Recesión, demostrando que es posible salvar la economía sin precarizar el país.
Utilizar el Estado como un dispositivo para construir igualdad es una decisión profundamente ideológica que conviene señalar. Sobre todo tras décadas donde el neoliberalismo pretendió imponer el relato de la gestión neutra, del “no hay alternativa”, de que solo existía una manera razonable de hacer las cosas: aquella en que lo público quedaba limitado a ser una comparsa de los intereses privados.
La ola de extrema derecha que anega ya gran parte de Occidente se compone de muchas facetas: el peor nacionalismo identitario, un conservadurismo abiertamente misógino y una rebeldía contra unas élites abstractas, ya que los ultras siempre omiten el apellido de financieras. Pero a menudo se olvida un individualismo atroz que conecta directamente con la tradición thatcherista de negación de la sociedad.
Por eso, aunque es clave defender un sistema tributario justo, hay que cuidarse de presentar al Estado tan solo como una entidad que presta servicios que los ciudadanos adquirimos con nuestros impuestos. Si no, cuando lo público se ve sometido a la agenda de recortes austeritarios, ofreciendo un peor desempeño, la respuesta no es cívica, defender lo de todos, sino clientelar, buscar una oferta mejor que además me aleje del que está por debajo.
El Estado social es el legado más brillante del siglo XX. Si desde el mundo antiguo había existido una organización administrativa con poder que se ocupaba de lo imprescindible para la existencia en común, desde las leyes a la moneda, desde las calzadas a las fronteras, esa maquinaria se puso al servicio de toda la población no solo con el objetivo de vivir mejor, sino de igualar los diferentes puntos de los que partían esas vidas.
Darío de Regoyos pintó Viernes Santo en Castilla en 1904. Una escena de tierra ocre donde una procesión de frailes se pierde tras un viaducto, por donde circula un tren impulsado por caballos de vapor bajo el tenue cielo azul de la mañana. Imágenes contrapuestas, hábitos negros frente a una locomotora de destellos rojos. Modernidad entre los raíles del socialismo de yunque y linotipia. Todo desarrollo histórico tiene unos orígenes.
Óscar Puente, y otros muchos servidores públicos, están ocupándose de lo urgente tras una catástrofe en la que han fallado demasiadas cosas, muchas de ellas en un Gobierno autonómico que actuó tarde lastrado por la irresponsabilidad y el cálculo turístico. Pero tras lo urgente vendrá lo importante: evitar que los buitres que sobrevuelan las ruinas nos conduzcan hacia el atrasismo. Cuando la ideología se hace hormigón, la democracia se carga de utilidad. No hay peor error que dar el progreso por seguro.
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