Yo, Zuckerberg
Su evolución encaja con estos tiempos de cambio cultural, y resuena con un mundo tecnológico e hipermasculino que busca líderes fuertes y ricos
Ahora que el mundo mira a dos milmillonarios, Donald Trump y Elon Musk, fijémonos en un tercero: Mark Zuckerberg. Este año ha cumplido los cuarenta y, si nos dejamos guiar por las señales externas, como su nueva constitución física o un pelo más largo de lo habitual, parece estar en plena crisis de la mediana edad. Le ha sentado bien, aunque no estoy segura de que eso sea bueno para el resto de nosotros. Ya no es el pajarillo sudoroso que declaró ante el Congreso, sino un tipo con pinta de hacer lo que le da la gana.
Zuck parece haber seguido ese mantra de TikTok que dice que para sacarse partido hay que encontrar un arquetipo y abrazarlo, copiando a una celebridad si hace falta. Eso suele significar hacerse el corte de pelo de Jennifer Aniston en Friends, pero él ha profundizado en su obsesión juvenil con la cultura grecolatina, especialmente por la figura de Augusto y la época del Imperio. Ya sabíamos que estudió latín en el instituto, ama la Eneida y sus hijas se llaman Maxima, August y Aurelia. Pero en el último año, además, ha encargado una estatua de dos metros y medio de su esposa al estilo patricio, y ha vestido camisetas, diseñadas por él mismo, con algunas de las frases más miméticas de la Antigüedad: la expresión “O César o nada” la transformó en “Aut Zuck, aut nihil”; la que vistió en su aniversario rezaba “Carthago delenda est”, Cartago debe ser destruida. Dicho de otro modo, él es la única alternativa, y no tendrá piedad con el enemigo. El hecho trasciende la curiosidad porque, como ha dicho Jacob Gallagher en The New York Times, “no solo está citando a un César con estas camisetas, sino que se está comparando con él”.
También en el último año parece haber culminado una evolución ideológica. Según cuentan crónicas cercanas, se ha hartado de los políticos y ha decidido hacer lo menos posible por moderar y controlar sus plataformas, opacándolas aún más a periodistas e investigadores durante estas elecciones. Se arrepiente, dice, de haber cedido a presiones externas en el pasado, como borrar publicaciones durante el covid, un error que calcula que tardará 20 años en arreglar.
Creo que Zuckerberg está abrazando una figura para él heroica, la del primer emperador romano que con mano firme consiguió 200 años de paz, salvando a la República de su propia decadencia a costa de transformarla en un Imperio, algo que finalmente acabaría terminando con Roma. Su evolución encaja de forma inquietante con estos tiempos de cambio cultural, y resuena con el mundo tecnológico e hipermasculino, obsesionado con el estoicismo y el gimnasio, de cierta parte de los hombres jóvenes estadounidenses. No mantiene buenas relaciones con Trump (que amenazó con encarcelarlo) ni con Musk (a quien retó a una pelea), pero de alguna forma se sincroniza también con este gobierno de hombres fuertes y ricos, refrendados doblemente, por las urnas y el mercado, y que son influidos por corrientes filosóficas que coquetean con la reconstrucción a través del autoritarismo.
En su novela de culto de los noventa, El secreto, Donna Tartt retrata a un grupo de universitarios privilegiados y brillantes, locos por la cultura clásica, capaces de organizar bacanales y hablar entre sí en griego antiguo. Encerrados en sí mismos, se creen mejores que el resto y se ven arrastrados por la deriva de un liderazgo carismático. El libro acaba fatal. Por algún motivo, en los últimos años ha vuelto a popularizarse gracias a las redes. A las nuevas generaciones les encanta.
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