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Tribuna
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La desnudez existencial

Todas las creaciones humanas son en realidad frágiles pasarelas sobre el abismo, que nos han legado los muertos y que consiguen comunicarnos un cierto aliento de eternidad

‘Adán’ y ‘Eva’, de Alberto Durero, exhibidos juntos en el Museo del Prado.
‘Adán’ y ‘Eva’, de Alberto Durero, exhibidos juntos en el Museo del Prado.EFE
Jesús Ferrero

El mito del Paraíso nos indica que la conciencia es conciencia de la desnudez. Superficialmente se podría pensar que lo que de pronto emergió en el Edén fue la conciencia moral, que vería la desnudez como una mancha o una obscenidad, pero uno cree que esa desnudez física de Adán y Eva junto al manzano es la metáfora de la desnudez existencial y de la fragilidad que esa desnudez produce. Estamos solos bajo el hondo cielo; era la obsesión de Kierkegaard: la soledad en mitad de las inmensas conglomeraciones de vacío y de materia. Eso es lo que de pronto sienten Adán y Eva.

La desnudez existencial solo se percibe desde la conciencia. Adán y Eva se sienten inmensamente desnudos bajo las estrellas en el momento en el que surge en ellos la conciencia de ser. En el mito bíblico, es la mujer la que provoca el advenimiento de la conciencia, y por lo mismo el advenimiento de la humanidad, pues no concebimos al ser humano sin conciencia de su propio ser, y sin la desnudez existencial que procura esa conciencia.

Ahora huimos de las emociones y reflexiones que causa la desnudez existencial sirviéndonos de toda suerte de juguetes y fetiches, pero ese carrusel de luces cegadoras no evita que a veces te encuentres frente a lo real, frente a la muerte. No es bueno entonces entregarse al pánico, es mejor ponerse a pensar, elevarse por encima de todas las determinaciones y sacar conclusiones generales. Es lo que solemos hacer tras una tragedia.

El futuro es incierto pero el pasado puede estudiarse, sin omitir capítulos. La verdadera conciencia siempre aspira a la verdad en toda su extensión, pensé mientras estaban enterrando a mi madre. Tras el entierro de una madre sales del cementerio gravitando en lo inconcreto, como si sintieses que no hay asideros. Sabes que tus pasos están contados: la conciencia que te engendró es ya una dimensión perdida y recuerdas a Kierkegaard cuando decía: “¿Si el ser humano no tuviera verdadera conciencia de eternidad, si en el fondo de todas las cosas no hubiera más que una fuerza salvaje, bullendo y produciéndolo todo, lo grande y lo fútil, en un remolino de oscuras pasiones, si bajo las cosas no existiese más que un vacío sin fondo, imposible de llenar, ¿qué sería entonces de la vida?”.

La conciencia de eternidad de la que habla Kierkegaard no sería la conciencia de una especie de infinitud celestial donde residen los gloriosos de la Divina Comedia, ni la creencia en Dios o en su eternidad, significaría más bien tener una mirada larga en el espacio y el tiempo, y hacerse cargo de toda la aventura humana. Dicho de otra manera: si de pronto evitásemos toda trascendencia y nos colocásemos en el ojo del huracán en el que se coloca Kierkegaard, que coincidiría con el momento de máxima desnudez existencial ante la crueldad de la vida, veríamos todavía mejor el significado de las construcciones humanas y su razón de ser. A decir verdad, todas las creaciones humanas, y especialmente las del espíritu, quieren ser puentes que nos permitan sortear el remolino oscuro y el vacío imposible de llenar. En realidad son frágiles pasarelas sobre el abismo, que nos han legado los muertos y que consiguen comunicarnos un cierto aliento de eternidad, un alargamiento del espacio y del tiempo: solo eso le da profundidad a la historia, que sería el lugar en el que moran los que se han ido.

Dos días antes del entierro de mi madre, la comarca donde se ubica el cementerio era un torbellino de humaredas que llegaban desbocadas desde el núcleo del incendio en la Sierra de la Culebra, hogar de lobos. Las llamas pasaban de un árbol a otro a velocidades desconocidas. Buscaban las encinas, abrasaban sus copas y seguían adelante, como si les hubiesen ordenado quemar toda la tierra y no estuviese permitido perder el tiempo. Mientras me iba acostumbrando a la atmósfera del duelo, recorrí parte de la sierra: los árboles carbonizados me rodeaban como féretros y en la comarca todos decían que el fuego había sido provocado. Ahora el hogar de los lobos lo quieren llenar de paneles solares; el paisaje será muy diferente, pero la tierra devastada que me salía al paso era la mejor para experimentar la desaparición de la que me precedió en la vida.

Da igual lo que ocurra con la figura de la madre, da igual que desaparezca como postulan los desmanteladores de estructuras. Todavía es una entidad soberana vinculada a la posesión (toda madre posee de algún modo a sus hijos), pero también está íntimamente relacionada con la protección. Su desaparición te deja sin frontera ante la infinita otredad, ante las inmensas conglomeraciones de vacío y de materia, y te obliga a experimentar esa profunda y definitiva soledad bajo las estrellas que atormentaba a Kierkegaard y que sería la mejor representación de la desnudez a la que me refiero. Otras catástrofes, con más muerte y destrucción, asolan ahora el levante español. Más allá de las omisiones, las farsas y las impudicias de la política, solo veo en las caras que sobrevivieron a la tragedia una desnudez existencial aún más profunda que la mía, y más trágica.

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