Un tsunami político y geopolítico global: busquen la altura
La nueva presidencia de Trump amenaza con profundizar la erosión de la democracia, galvanizar a fuerzas ultras y facilitar la victoria de Putin en Ucrania
Las papeletas que han dado una rotunda victoria a Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos tienen visos de generar un terremoto político y geopolítico global de una magnitud para la cual es arduo hallar parangones en la historia reciente. La afirmación puede parecer contradictoria con el hecho de que el magnate ya ejerció un mandato tras el triunfo de 2016. Pero no lo es por dos motivos esenciales. En primer lugar, porque el proyecto de Trump ha virado hacia tintes abiertamente autoritarios en un mundo en el que la democracia sufre una considerable erosión, sobre todo a manos de fuerzas de extrema derecha. En segundo lugar, porque el mundo atraviesa una tremenda convulsión geopolítica con el desafío criminal de Vladímir Putin en Rusia y el terrible conflicto en Oriente Próximo con la abusiva respuesta de Israel al ataque sufrido. La mezcla de la esencia actual del proyecto de Trump y el contexto mundial es hoy mucho más peligrosa que entonces. Es la definitiva cristalización del cambio de paradigma del mundo post Guerra Fría, uno en el que la democracia y el comercio avanzaban en medio de un fuerte lazo transatlántico. Todos esos factores están ahora en crisis.
En el primer plano, el resultado es la culminación de una impresionante galopada de fuerzas ultras en el mundo occidental. El primer aviso de grandes dimensiones fue el Brexit en 2016, seguido precisamente de la primera victoria de Trump ese mismo año, y otros éxitos de la familia nacionalista como los de Meloni en Italia, Wilders en los Países Bajos o, en otro ámbito geopolítico, Bolsonaro en Brasil y Milei en Argentina. En países como Francia o Alemania no han alcanzado el poder, pero avanzan con fuerza. Por supuesto, no ha sido un avance lineal. Los ultras han sufrido derrotas por el camino, como en Polonia, en Brasil o en los mismos EE UU de 2020. Sin embargo, la nueva victoria de Trump resulta el emblema de la poderosa fuerza de este movimiento, que es polifacético —tanto que en el Parlamento Europeo está dividido en tres grupos—, pero con claros denominadores comunes en el nacionalismo, el populismo y rasgos de conservadurismo retrógrado.
La victoria de Trump representará sin duda un elemento galvanizador de ese tipo de proyectos a lo largo del mundo, cada vez más influyentes incluso cuando no mandan. Desde luego lo será para movimientos hermanos en las democracias occidentales, aquellos que tratan de aprovechar y manipular el descontento de amplios sectores de las sociedades, un malestar que tiene que ver tanto con insatisfacciones económicas como culturales ante un mundo globalizado y en rápido cambio. Con el poder adquisitivo erosionado —ay de aquellos que minimizaban el impacto de la inflación— y con sociedades que evolucionan, cambian, con más extranjeros, nuevos estilos de vida.
Pero también será un gran aldabonazo para líderes autoritarios de distinta clase de todo el mundo, de entrada porque Trump ama tratar con ellos y les admira, y segundo porque las turbulencias de la democracia —y poca duda cabe de que el republicano provocará una— benefician a su argumento acerca de la mayor validez de modelos alternativos. El mundo actual tal vez no viva una segunda Guerra Fría, pero el pulso del siglo XXI también es un combate ideológico.
En el segundo plano, el de la sacudida geopolítica, el potencial de impacto da vértigo. Claro que ha habido otras presidencias de EE UU con consecuencias globales sísmicas, como la de Bush hijo, con su ilegal invasión de Irak y el inmenso sufrimiento que toda esa aventura desató, pero la actual tiene visos de ser transformadora con rasgos y envergadura abrumadores.
Toda proyección en este terreno debe ser cautelosa porque Trump ha sido deliberadamente impreciso en cuanto a sus intenciones, le gusta ser imprevisible y, desde luego, no es dueño de un estilo de mando estable. En su entorno se detectan distintas corrientes: entre ellas destacan los aislacionistas, partidarios de un América Primero integrista que supone un repliegue absoluto de la proyección global de EE UU tal y como se ha desarrollado desde la Segunda Guerra Mundial, pero también hay otras voces que sustancialmente buscan priorizar una posición de halcón en Asia y abandonar Europa. En cualquier caso, abundan las señales que inducen a temer cambios cataclísmicos.
De entrada para Ucrania. Trump ha dejado claro que no quiere seguir apoyando a Kiev como lo ha hecho la Administración de Biden. El magnate sostiene que será capaz de promover un acuerdo de paz en breve tiempo. La realidad es que Putin olerá la sangre, la debilidad de la posición de Kiev con unos EE UU ya poco dispuestos a seguir apoyando y unos europeos incapaces de hacerlo, y seguirá hasta asegurarse una victoria rotunda. Los europeos, desafortunadamente, fueron incapaces de aumentar adecuadamente sus capacidades en estos años. Hubo una mejora, pero es insuficiente. Un triunfo de Putin representaría una debacle geopolítica para Occidente, una tremenda derrota para la democracia en el mundo y un horror para los ciudadanos ucranios.
En este contexto, los países europeos deben prepararse para múltiples sacudidas. La primera en el plano de la OTAN, como mínimo con una presión salvaje para que incrementen su gasto militar, y posiblemente con el debilitamiento de la alianza por la vía de la mera relajación por parte de Washington del compromiso de defensa mutua, de la credibilidad que es la verdadera fuerza de la OTAN.
Por otra parte, la UE debe prepararse para una nueva guerra comercial, con la imposición de aranceles a sus productos, precisamente cuando las principales economías del bloque —Alemania, muy exportadora, y Francia— atraviesan dificultades de distinta índole y mientras se va fraguando otro conflicto comercial entre los europeos y China.
Con optimismo, puede pensarse que el shock de la segunda presidencia de Trump será el elemento que espolee el necesario avance de la integración del proyecto comunitario para hacerlo más competitivo y otorgarle más autonomía. Pero la extrema debilidad de varios de los principales gobiernos de la zona —Berlín, París y Madrid— proyecta grandes dudas sobre la capacidad real de acción a corto y medio plazo.
China también debe prepararse sin duda ninguna para un tremendo golpe arancelario. Pero, tal vez, pueda contar con un menor compromiso con Taiwán por parte del nuevo Washington. Biden fue extraordinariamente explícito en su compromiso de defensa de la isla. El Trump aislacionista probablemente no lo sea.
En Oriente Próximo la sacudida también será importante. Bibi Netanyahu y sus aliados recibirán con euforia la victoria de Trump, que supone con toda posibilidad una carta aún más blanca que la que les concedió Biden para proseguir en un devastador proyecto colonizador. Arabia Saudí puede celebrar volver a tener un interlocutor que ni siquiera aparenta algún interés por los derechos humanos, mientras Irán debe probablemente abandonar toda esperanza de un deshielo con Occidente, lo que le empujará a estrechar aún más su relación con Rusia y China.
El resto del mundo también debe prepararse para graves consecuencias. El Sur Global debe contar con un presidente de la mayor economía mundial sin ningún compromiso con la lucha contra el cambio climático y, seguramente, escasa disposición a considerar medidas de alivio de la insostenible deuda que países frágiles acumulan. Además, hay que contar con la probable retirada (o torpedeo) de instituciones internacionales, debilitando todavía más un marco multilateral ya herido.
La nueva presidencia de Trump es la de un hombre desatado, que alentó un asalto al Parlamento de la nación, que ha aprendido la lección del primer mandato —en el que colaboradores de derechas, pero leales a la democracia frenaron sus impulsos— y que se ha preparado ahora para gobernar rodeado de gente alineada con su pensamiento o sumisa. No habrá generales o figuras del establishment del partido dispuestos a frenarle.
Es difícil sobreestimar cuán oscura es la hora para el mundo entero. El hombre es el mismo que en 2016, pero su proyecto y el contexto son diferentes. Su segunda victoria es la cristalización de un cambio de época, una que certifica el golpe letal al comercio, la entronización de la xenofobia, la erosión de la democracia en su principal representante. Quienes no compartimos esas ideas debemos buscar las alturas, para minimizar el impacto del tsunami Trump, y desde ahí arriba, desde hoy mismo, reagruparnos, reorganizarnos. En Europa esa altura se llama Unión Europea. Desde ahí, también en cooperación con otras democracias avanzadas, con democracias del Sur Global, hay que trabajar para librar una contraofensiva política exitosa, con la mirada en la distancia y con la fuerza de valores nobles que las alturas permiten o incitan.
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