Derrotar la política del odio contra los migrantes
La ultraderecha ha sabido vender sus mentiras para azuzar el miedo de unas sociedades conmocionadas por los fracasos sociales de la construcción europea
En su intervención durante la cumbre europea del 17 de octubre sobre migración, la presidenta del Parlamento Europeo, la conservadora Roberta Metsola, afirmó: “Si no hacemos nada, las fuerzas extremistas seguirán siendo más fuertes con cada elección”. Dado que representa a la mayoría conservadora, esta advertencia significa, sin duda, que para gestionar la inmigración hay que tomar unas medidas tan estrictas como las que defiende la extrema derecha. Del dicho al hecho: ya ha prometido por adelantado al Consejo el visto bueno a cualquier nueva directiva que aumente las expulsiones de inmigrantes no regularizados o su envío a campos ad hoc.
Esta declaración revela una doble evolución de los conservadores europeos. En primer lugar, ideológica: antes, compartían más o menos el diagnóstico de la extrema derecha sobre la inmigración, pero rechazaban sus soluciones, que consideraban incompatibles con el Estado de derecho; ahora, para contener el avance electoral de los extremistas, proponen adoptar sus soluciones. En otras palabras, la ultraderecha ha conseguido imponer sus puntos de vista a la derecha (e incluso a una parte de la izquierda, sobre todo en Dinamarca y Suecia).
La segunda evolución es política: en la cumbre del 17 de octubre se vieron dos posturas diferentes. Por un lado, un grupo mayoritario de derecha, bajo la influencia de la extrema derecha, apoyado por la presidenta de la Comisión, Ursula van der Leyen, y encabezado por la presidenta del Gobierno neofascista italiano, Georgia Meloni. El grupo lo forman Hungría, Austria, Chipre, Grecia, Países Bajos, Eslovenia y Dinamarca, con el apoyo de varios países de Europa del este, entre ellos, la Polonia del Gobierno centrista de Donald Tusk, ahora aliado del ultraconservador húngaro Viktor Orbán. Las consignas comunes: limitación drástica de las entradas, una nueva directiva de la UE que obligue a los Estados a acelerar las expulsiones y devoluciones a los países de origen y tránsito y, sobre todo, la creación de campos de internamiento (hotspots) como los negociados en 2015 por Angela Merkel a cambio de financiar a la Turquía de Erdogan y los que ya existen en Albania.
En el otro grupo están Alemania, que ya ha cerrado sus fronteras, en violación del Pacto Migratorio de 2023, y Francia, que en 2025 votará una nueva ley basada en las medidas propuestas por Le Pen. Este grupo, que por ahora se opone a la creación de campos de internamiento, exige la tramitación rápida de las solicitudes de asilo, el reparto de los recién llegados entre países y la ejecución de las expulsiones a los países de origen. España, que también quiere que se aplique el Pacto aprobado bajo su presidencia, es el único país —hay que subrayarlo— que no ha sucumbido a la histeria antiinmigración que ha logrado imponer la extrema derecha. Durante el Consejo, el presidente Sánchez hizo un llamamiento a la solidaridad y el trato humano de los inmigrantes.
Así pues, es evidente que, en materia de inmigración, la extrema derecha ha obtenido una victoria histórica en Europa: su discurso xenófobo y falaz (“la invasión migratoria”) se ha convertido en el principal marco de referencia del debate en la derecha conservadora europea. En los últimos años, la inmigración legal se ha mantenido estable o incluso ha disminuido en varios países y la inmigración ilegal aumenta solo porque se han reducido enormemente las vías legales de entrada y los solicitantes de asilo se encuentran con un rechazo cada vez más violento. Pero, a pesar de ello, la extrema derecha ha sabido vender sus mentiras para azuzar el miedo de unas sociedades conmocionadas por los fracasos sociales de la construcción europea. Marine Le Pen puede gritar que hay nada menos que “ocho millones” de llegadas de inmigrantes ilegales al año sin que nadie le lleve la contraria, señal de que se ha vuelto imposible analizar con lucidez el problema de la inmigración y de que la única política que prevalece es la de buscar chivos expiatorios.
Sin embargo, el análisis de los flujos migratorios merece un mayor esfuerzo, porque lo que está en juego es nuestro futuro común. En los últimos años, la inmigración hacia Europa no ha aumentado (excepto en 2015, durante la crisis de los refugiados), pero ha cambiado de contenido. Ahora es más visible, por una razón muy clara: la llegada a las sociedades europeas de trabajadores negros subsaharianos, que hasta los primeros años de este siglo eran muy minoritarios. Esta inmigración, que se ha beneficiado de las normas sobre reagrupación familiar de la UE y que, en su gran mayoría, es capaz de adaptarse deprisa y de forma pacífica y trabaja en sectores despreciados, se ha convertido en un elemento indispensable para el mercado europeo. Pero el hecho de ser negros hace que estos inmigrantes sean más visibles que sus predecesores y provoca una inquietante “singularidad identitaria”, del mismo modo que la inmigración procedente de países musulmanes sufre la manifestación de su identidad religiosa. Estos dos grupos son los que acaparan las obsesiones europeas; a ellos se les imponen los controles fronterizos más estrictos y las exigencias de asimilación más violentas en las sociedades de acogida.
Ahora bien, si nos detuviéramos a medir qué flujos migratorios han aumentado más en las últimas décadas —y es un juego peligroso—, pronto nos daríamos cuenta de que no son los procedentes del Sur, ni siquiera de Asia, sino los procedentes de la propia UE, relacionados con las sucesivas ampliaciones desde la caída del Muro de Berlín y la libertad de circulación de que disfrutan los ciudadanos de los países del Este. Es más: en algunos países existe una auténtica “segregación positiva” que favorece a esos inmigrantes de origen europeo frente a los que proceden del Sur. Y uno de los motivos —no es el único— de que las autoridades de los países del Este se opongan a la política migratoria europea es que no quieren la competencia de los inmigrantes no europeos en el mercado interior, para poder seguir exportando su propio excedente de mano de obra. Es un hecho difícil de digerir, pero es la realidad.
También conviene recordar otra cuestión. Las instituciones europeas, para definir su posición sobre las migraciones, tienden a utilizar métodos y estadísticas muchas veces cuestionables. Desde hace 30 años, las decisiones se toman partiendo de textos poco rigurosos y estadísticas difíciles de evaluar, que dependen más de los avatares de las crisis periódicas en el mar que de una valoración objetiva de los hechos. Desde principios de los años noventa, han muerto más de 40.000 personas en el Mediterráneo, la principal frontera de Europa, para no hablar del enorme número de desaparecidos. Pero esta catástrofe humanitaria no conmueve a los dirigentes europeos, que prefieren centrar su atención en los pocos miles de desesperados que consiguen cruzar, exhaustos, este muro mortal.
La UE está fuera de la realidad. No tiene una política migratoria seria. Varios países (Alemania, Polonia, Hungría) han hecho añicos el Pacto Migratorio de 2023 antes incluso de aplicarlo; la extrema derecha aprovecha para exigir la institucionalización del odio y la exclusión. Debemos restaurar el raciocinio. Los flujos migratorios existen y son necesarios; hay que organizarlos en colaboración con los países de origen y de tránsito, fomentar la ayuda al desarrollo, ampliar los visados para facilitar la inmigración legal que Europa necesita y restablecer el derecho de asilo, que se ha visto drásticamente mermado en los últimos años. Es urgente reafirmar la fuerza de los valores de la solidaridad frente a los partidos xenófobos. La única forma de derrotar al odio es combatirlo.
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