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LA BRÚJULA EUROPEA
Columna
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Estamos perdiendo

El marco ultraderechista gana terreno en una Europa con una reacción inane ante Israel e insuficiente ante Rusia. Derechos y democracia se erosionan. Hay que resistir la embestida retrógrada

Reunión entre varios líderes europeos para discutir un endurecimiento de medidas migratorias antes de la cumbre europea del 17 de octubre, en Bruselas.
Reunión entre varios líderes europeos para discutir un endurecimiento de medidas migratorias antes de la cumbre europea del 17 de octubre, en Bruselas.ZOLTAN FISCHER/HUNGARIAN PM'S PR (EFE)
Andrea Rizzi

Israel prosigue en una acción bélica que inflige un inmenso e injustificable sufrimiento a los civiles palestinos y libaneses, y la Unión Europea asiste sustancialmente inerte. Sigue deplorando el inaceptable número de víctimas civiles, el hambre infligida a la gente, sin ser capaz siquiera de cuestionar su acuerdo de asociación con el país.

Rusia, pese a sufrir un enorme desgaste, sigue avanzando en Ucrania, mientras la voluntad de resistir a la brutal e ilegal invasión parece evaporarse. A la espera de ver qué ocurre en las elecciones estadounidenses, la UE ha hecho muchas cosas para apoyar a Kiev, pero está a años de distancia de ser capaz de suministrar lo que hace falta para la defensa del país agredido si EE UU ceja en su apoyo.

Mientras, en Europa y todo Occidente, se abren paso políticas migratorias que compran de forma cada vez más desacomplejada los planteamientos ultraderechistas, en algunos casos con sólidos indicios de violación del derecho internacional. Macron aprobó una ley tan dura que la votó Le Pen. En la UE se detectan claros síntomas de retroceso. La resistencia de un grupo de países ha evitado que el Consejo Europeo recién celebrado diera una bendición explícita al modelo Meloni, pero los pasos atrás son notorios y los líderes han dado en las conclusiones de la cumbre un mandato de explorar todas las opciones, requiriendo además a la Comisión nueva legislación en la materia de forma urgente cuando un pacto migratorio ya bastante retrógrado fue aprobado hace muy poco.

En materia medioambiental también aparecen en la UE señales de un retroceso en la voluntad de proteger el entorno natural y de proceder con decisión en la transición verde, como ilustra la reciente decisión de la Comisión de aplazar un año la aplicación de la ley contra la deforestación.

A escala global, varios estudios coinciden en indicar un deterioro de la calidad democrática.

Nada de ello debe inducir al catastrofismo y mucho menos a la resignación. Como subrayó de manera elocuente Steven Pinker en el foro World in Progress, celebrado esta semana, vivimos en el mejor mundo que la historia haya conocido en cuanto a esperanza de vida, índices de alfabetización, incidencia del hambre y otras medidas. Asimismo, pese a los problemas señalados, en Europa también se registran desarrollos esperanzadores de largo plazo y también algunas dinámicas políticas apreciables, como lo fue la emisión de deuda común para los fondos pandémicos. Hay admirables signos de resistencia, algunos de los cuales proceden de la judicatura, como en el caso del tribunal italiano que ha cuestionado el modelo migratorio meloniano, como antes los británicos hicieron con el ruandés, y los tribunales internacionales que escudriñan la acción israelí.

Pero ello no debería engañarnos en cuanto a un correcto diagnóstico del estado de la pugna política en Europa y, más en general, en Occidente. Los partidarios de un inquebrantable respeto de los derechos humanos y de una adhesión al espíritu de la democracia que no acepta mirar para el otro lado de vez en cuando estamos perdiendo. Van ganando, bajo el fuerte empuje de las narrativas ultraderechistas, posiciones que erosionan los unos y la otra.

El problema fundamental no es solo el terreno perdido hasta ahora, sino la perspectiva. Ante esta erosión, no se vislumbra ninguna señal de auténtica fortaleza política como para contrarrestarla, cambiar la dinámica, cambiar el marco. El Gobierno alemán se halla en estado terminal, y el futuro no es prometedor, con una CDU liderada por alguien que planteó suspender de plano el derecho de asilo para sirios y afganos, una ultraderecha desatada y una socialdemocracia temblorosa.

El Gobierno francés actual es incluso dudoso que llegue a cobrar verdadera vida, y si así fuera, tendría una desgraciada tara congénita de dependencia de la ultraderecha. Las perspectivas de futuro francesas no son, digamos, alentadoras. Italia y Países Bajos están en manos de la ultraderecha. En España resiste, ante un conglomerado de multiformes fuerzas opositoras que no solo se sientan en el hemiciclo y en cuyos encefalograma y cardiograma cuesta detectar señales reconocibles como escrúpulos, un Gobierno socialdemócrata. Dice cosas que le sitúan en el lado correcto de la historia en cuanto a Israel o la inmigración, pero su historial de acción acumula manchas —ciertos principios parecen desdibujarse cuando toca aplicarlos a Marruecos, ciertos nombramientos parecen debilitar en vez de fortalecer a las instituciones y ciertos casos huelen a suciedad limpiada mucho mejor que la contraparte pero aun así solo a medias— y, además, su debilidad política interna le resta capacidad de proyección.

¿Puede la Comisión Europea compensar estos déficits nacionales? Parece dudoso. Von der Leyen fue a visitar a los israelíes, pero no a los palestinos, y vira claramente hacia posiciones migratorias de expulsiones con escasas contemplaciones, y con muchas vallas y concertinas. El colegio, en su conjunto, sufre la proyección de dinámicas políticas nacionales aunque, en teoría, los comisarios deberían ser independientes. ¿Por dónde tirarán los comisarios italiano, holandés, húngaros, etc.? Hay una losa ahí también.

La historia exhibe sorpresas positivas que nadie vio venir, como la caída del Muro de Berlín. Puede haber otras. Tal vez arraigue un alto el fuego en Gaza; quizás pierda Trump. Sin embargo, es evidente que el panorama no es alentador, porque incluso los éxitos puntuales tal vez no sirvan para revertir las tendencias de fondo.

Pero no hay justificación ninguna para la resignación. Esta columna se titula “estamos perdiendo”, no “hemos perdido”. Toca encajar golpes y seguir luchando, trabajando. Viene entonces a la memoria el artículo 4 de la Constitución italiana, que de entrada reconoce a todos los ciudadanos el derecho al trabajo. A continuación, impone a todos los ciudadanos el deber de desempeñar, según sus propias posibilidades e inclinaciones, una actividad o una función que contribuya al progreso material o espiritual de la sociedad. A ello estamos convocados ante esta ola retrógrada: es un deber. A trabajar para resistirla, sin bajarse nunca a los métodos pedestres de ellos, que tal vez puedan ganar alguna victoria de parte, pero siempre acaban desembocando en derrotas colectivas.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).
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