Roger Rabbit en el Madrid de Almeida
La película de Robert Zemeckis relata la conversión de Los Ángeles en una ciudad dominada por los coches, una historia que algunos siguen ignorando
Uno de los primeros problemas a los que se enfrentaron las grandes ciudades durante la Revolución Industrial del siglo XIX fue el del transporte público masivo: había que ser capaces de mover a los obreros de un lugar a otro y, poco después, a los consumidores. Así nacieron las primeras líneas de tranvía (Nueva York, 1827), las primeras redes de metro (Londres, 1863)… Hubo, por lo tanto, un momento en el que las ciudades no estaban invadidas por los coches, pero el transporte público ya era capaz de desplazar a millones de personas. El mejor sistema de tranvías del mundo en los años veinte era el de una urbe que hoy simboliza las autopistas urbanas de 200 carriles y el reino del vehículo privado de combustión: Los Ángeles.
La extraordinaria exposición Suburbia. La construcción del sueño americano, que puede verse hasta el 8 de septiembre en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), recuerda aquella historia a través de una película muy popular en su momento, ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988), dirigida por Robert Zemeckis y que contó entre los miembros de su equipo de dibujantes —que ganaron el Oscar— con el español Raúl García. El filme era un prodigio de efectos especiales, que mezclaban la animación con los actores reales. Sigue siendo tremendamente divertida y disparatada, pero, además, ofrece una lectura urbanística muy contemporánea.
La subtrama policial de la película está relacionada con la destrucción del sistema público de tranvías para construir enormes autopistas que atraviesen la ciudad. En una de las primeras escenas, el detective protagonista, interpretado por Bob Hoskins, se sube a un tranvía y unos chavales le preguntan por qué no tiene coche. “¿Para qué? ¡El transporte público de Los Ángeles es el mejor del mundo!”, responde. Más adelante, cuando descubre la trama inmobiliaria en torno a las desmesuradas carreteras, exclama: “¿Quién va a querer conducir por esa autopista cuando la línea roja cuesta cinco centavos?”.
En 1910, según datos de Los Angeles Times, los cuatro condados que formaban la megaurbe californiana tenían 1.800 kilómetros de vías (más del doble de las que existen en la actualidad), que, además, llegaban a los pujantes suburbios de casas unifamiliares, con los que estaba creciendo la ciudad. Después de la Segunda Guerra Mundial los tranvías estaban casi desmantelados y en 1961 no quedaba ninguno. Solo los desfavorecidos utilizaban los escasos autobuses urbanos, poco fiables y no siempre seguros. Los Ángeles ya era el reino de los coches, los atascos y la contaminación. En 1992, se creó de nuevo un sistema de tranvías, cuando comenzó a quedar claro que una ciudad basada solo en los vehículos privados era insostenible.
En los años veinte, todavía se podía pensar que el futuro de las ciudades pasaba por los coches (la crisis climática no había estallado todavía, los efectos de la contaminación apenas se intuían) y que despreciar los sistemas alternativos de transporte tenía sentido. En 2024, parece un completo disparate. Y, sin embargo, unas cuantas ciudades españolas —con Madrid gobernado por José Luis Martínez-Almeida a la cabeza— viven ancladas en los años setenta a golpe de tubo de escape, arrancando árboles, construyendo plazas que son auténticas parrillas y manteniendo autopistas urbanas, como el Paseo del Prado, que apestan con sus humos el único lugar de la capital declarado Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Se resisten a construir carriles bici o desmantelan los que hay como si hubiesen olvidado por completo que, como decía Bob Hopkins, para qué queremos coches si tenemos tranvías. Las ciudades, ante todo, deberían ser lugares habitables. En Madrid, avanzamos contra la corriente, arrastrados hacia el pasado, olvidando todas las lecciones que deberían habernos enseñado 100 años de errores y disparates urbanísticos.
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