Netanyahu y la lógica de Ben Gurion: todo vale para asegurar la supervivencia de Israel
La historia de la colonización de Palestina no se puede entender sin la del nacimiento del propio Estado y de cómo el nuevo país entendió qué era y qué quería ser
La mayoría de la opinión pública occidental cree que una paz permanente en Palestina pasa por la convivencia en el territorio de dos Estados. Pero para esto, además de las voluntades de los actores políticos involucrados, hay un serio obstáculo: la presencia de más de 720.000 colonos judíos en Cisjordania y Jerusalén Este, zonas que, de acuerdo con la legislación internacional, no pertenecen a Israel. El Tribunal Internacional de Justicia de la ONU dictaminó la ilegalidad de su ocupación y la creación de asentamientos israelíes el pasado 19 de julio. Muchos de esos cada vez más numerosos colonos —actualmente representan el 10% de la población hebrea de Israel— son personas que solo buscan allí viviendas más baratas que en el resto del país. Pero otros son sionistas intransigentes, a menudo ultrarreligiosos, que están convencidos de que esa tierra es suya por voluntad divina. Su desalojo podría provocar una guerra civil.
La historia de esta colonización no se puede entender sin la del nacimiento del propio Israel y de cómo el nuevo Estado entendió qué era y qué quería ser. Nadie influyó más en establecer las líneas básicas de la ideología nacional del país que David Ben Gurion, el hombre que lideró la creación de Israel y que luego fue su primer ministro durante casi todo el tiempo entre 1948 y 1963.
David Grün (1886-1973) quien, como a menudo ocurrió con los emigrantes hebreos a Palestina, cambiaría su apellido a Ben Gurion, era europeo. Nació en Polonia cuando era parte del Imperio ruso. Era un socialdemócrata y un intelectual, y un político implacable cuando se trataba de conseguir sus objetivos. El primero de todos ellos, y por encima de cualquier otra consideración, fue fundar el Estado de Israel. Nada ilustra mejor su determinación que la anécdota terrible en la que, al recibir noticias que confirmaban el Holocausto en curso, especuló con que, entre salvar a 10.000 niños de los nazis enviándolos a Estados Unidos o solo a 5.000 y que viniesen a Palestina, él preferiría lo segundo, aunque muriese el resto. Sacrificar a esas almas era un precio que estaba dispuesto a pagar para que otros tantas incrementasen la población de la futura nación.
El país que quería Ben Gurion era uno en el que los judíos tuviesen mayoría y los árabes constituyesen una minoría subalterna. Su teoría de la relación entre ambas comunidades fue que los palestinos eran extranjeros y los judíos nativos. Según decía, lo que había pasado es que un pueblo había dejado su casa durante 2.000 años y al volver se encontró varias habitaciones ocupadas. A los intrusos se les podía permitir quedarse, pero sabiendo que la morada no era suya. Esta casa, como luego indicaría la bandera de Israel, iría desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo.
El problema que quitaba el sueño a Ben Gurion en vísperas de la independencia era que no había bastantes judíos para llenar todo el territorio de Palestina. La solución la trajo la guerra de 1948, promovida por los líderes palestinos y árabes que no aceptaron la partición del territorio. Las tropas israelíes hicieron todo lo posible para echar a los palestinos, unos 700.000, de sus hogares, y luego impedir que volviesen cuando acabó el conflicto. Como justificación, Israel se inventó el mito de que se habían marchado de forma voluntaria animados por la propaganda de sus hermanos árabes. El Estado de Israel ya existía, pero todavía no tenía posesión de toda la casa: faltaban Gaza, ocupada por Egipto, y, sobre todo, Cisjordania, anexionada por Jordania. Para no atarse las manos en el futuro, la nueva nación nunca definió sus fronteras. Tal era el deseo de Ben Gurion de acrecentar la tierra de Israel que, a mediados de los años cincuenta, llegó incluso a concebir un plan en el que su país e Irak atacarían simultáneamente a Jordania y se repartirían el territorio conquistado. Cisjordania iría a Israel, pero los palestinos serían deportados en masa al otro lado del río.
En 1967 Israel venció de forma aplastante a los árabes en la Guerra de los Seis Días, conquistando así el ansiado territorio. Pese a tener todas las cartas en sus manos —con una OLP débil después de que fuese expulsada de Jordania en 1970, y mucho antes de que existiese Hamás—, el Estado hebreo no tuvo interés alguno en crear un germen de administración palestina autónoma. Por el contrario, comenzó a colonizar Gaza y Cisjordania. Los principios fundacionales del Estado israelí seguían inmovibles. Nadie lo dijo más crudamente claro que la también laborista Golda Meir, primera ministra del país entre 1969 y 1974, quien afirmó que los palestinos no existían. Eran unos intrusos que se podían ir por donde habían venido.
El partido que llegó al poder en el vuelco electoral de 1977, el derechista Likud, tenía y sigue teniendo en sus estatutos la consigna de crear un país, el Gran Israel, desde el río hasta el mar (un lema que antisionistas y antisemitas también repiten, pero con intenciones muy distintas). A diferencia de la izquierda, Likud nunca tuvo dudas morales sobre sus objetivos e inmediatamente aceleró el proceso de colonización de los territorios ocupados. Además, el viraje a la derecha del país significó que la persecución del movimiento nacional palestino llegaría pronto hasta Líbano, país que invadió a sangre y fuego en 1982.
Las masacres que se cometieron en esa guerra provocaron una indignación muy amplia en la sociedad israelí, que se movilizó para exigir una paz duradera. Esta opinión popular se transformó en poder político con el laborista Isaac Rabin, primer ministro entre 1992 y 1995, que firmó los fallidos Acuerdos de Oslo de 1993 con la OLP, que casi consiguieron romper con la lógica impuesta por Ben Gurion. Sin embargo, la oferta de Rabin no era muy generosa. La implementación de Oslo habría significado recortar aún más el territorio de un futuro Estado palestino. En todo caso, para los ultranacionalistas hebreos, Rabin había ido demasiado lejos. Lo asesinaron.
Cuando Benjamín Netanyahu llegó al poder por primera vez, en 1996, dejó claras sus intenciones: liquidar los Acuerdos de Oslo, seguir colonizando Cisjordania e impedir la creación de un Estado palestino. Desde entonces —con la ayuda inestimable de Estados Unidos, la necedad crónica de los dirigentes palestinos y el terrorismo atroz de Hamás—, ha hecho todo lo posible por conseguir esos objetivos. No le fue mal durante mucho tiempo. Después de rehusar repetidamente las iniciativas saudíes para establecer dos Estados a cambio del reconocimiento de Israel, creía estar cerca de triunfar gracias a los tratados que firmó (Acuerdos de Abraham) o estaba a punto de firmar con varios países árabes, cuando el criminal ataque de Hamás desde Gaza en octubre truncó sus planes. Su respuesta —para consternación de muchos israelíes— ha sido dejar todas las consideraciones humanitarias al lado para conseguir una victoria militar a cualquier precio, mantenerse en el poder e intensificar aún más la colonización de Cisjordania.
Decenas de miles de muertos después, la brutalidad de Netanyahu es extrema, pero incluso su abandono de los rehenes en poder de Hamás casa con la lógica desarrollada por Ben Gurion: que todo vale para asegurar la supervivencia del Estado de Israel, que este no tiene fronteras permanentes, y que a los palestinos no les queda otra opción que estar a la merced del proyecto sionista. Por desgracia para el razonamiento, aquellos se resisten a desocupar la casa y desaparecer.
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